1. Alegoría significa, según el DRAE, en la primera de las tres acepciones, «representación en la que las cosas tienen un significado simbólico». Suele encarnarse por tanto, a diferencia de la metáfora, que es pura literatura, en una imagen. El ejemplo más conocido es la pintura, o pinturas, de los hermanos Pietro y Ambroglio Lorentezzi, que se encuentra en un mural en el Palacio Público de Siena, en Italia: Alegoría del buen y del mal gobierno. Se elaboró en el contexto de la guerra de los Güelfos contra los Gibelinos, en la primera mitad del siglo xiv, entre 1338 y 1339. En la Alegoría del mal gobierno (la primera con la que se topa el visitante, lo quiera o no), lo que hay son personajes siniestros e incluso diabólicos —de hecho, el mismísimo Lucifer está ahí—, junto con dos corderos que simbolizan la maldad. La justicia aparece atada e incapaz de actuar. En el cuadro se recogen también las inexorables consecuencias: la enfermedad e incluso la muerte de las personas y ello en el contexto de una ciudad mal conservada e incluso destruida, con un ambiente, para más inri, de terror.
En el otro lado de la misma sala —el buen gobierno— lo que figura es la personificación de la paz y la seguridad. La justicia se retrata sentada en un trono y con la famosa balanza en equilibrio. Los consejeros que entonces gobernaban la ciudad —los concejales, para entendernos—, que eran veinticuatro, se encuentran retratados, al parecer con fidelidad. Componían el llamado Governo del Nove, que actuaban bajo el lema del bien común.
Unas imágenes icónicas, como a veces se dice ahora, sin reparar en que se trata de un pleonasmo, porque, como es sabido, icono significa en griego imagen. No hace falta recordar que se trata de una obra pictórica que ha merecido muchos estudios, uno de ellos del mismísimo Manuel García-Pelayo, incluido en 1968 en el libro Del mito y de la razón en la historia del pensamiento político (Revista de Occidente, Madrid) y hoy, por supuesto, en sus Obras completas, editadas en 1991 por el entonces llamado Centro de Estudios Constitucionales.
En el mismo contexto no puede faltar la cita al cuadro llamado Alegoría del arte bizantino: el sueño de Ravena, que Galileo Chini pintó en 1909 para la VIII Bienal de las Artes de Venecia, con Teodora como protagonista. Inspirado, claro está, en el mosaico de San Vital: de ahí la mención a Ravena. Ni que decir tiene que el tal Chini no pudo conocer a la mujer de Justiniano, pero no por ello el retrato tiene menos interés: formaba parte de una colección de ocho, representativos de otros tantos episodios de la civilización. Bizancio encarnaba el cuarto de ellos.
2. Tomás Pérez Vejo, cántabro residente en México, escribió en 2008 el libro España en el debate público mexicano, 1836-1867, con el subtítulo Aportaciones para una historia de la nación, en cuya contraportada se explica que «España y lo español tuvieron una presencia continua en el debate público mexicano en las primeras décadas del siglo xix. Las expulsiones de españoles de finales de los años veinte, la participación española en los proyectos de restauración monárquica de finales de los cuarenta, la intervención militar de inicios de los sesenta, el conflicto de la deuda española, los brotes de hispanofobia y, de manera general, la participación constante de los españoles en la vida económica, social, política y cultural del país hicieron que España, los españoles y lo español aparecieran una y otra vez en los debates de la época». En el bien entendido de que en realidad el objeto del debate era otro, el propio México: «Este libro muestra como esa presencia no tuvo tanto que ver con un problema de política exterior como con el de la construcción de la nación en México; su objetivo es entender el controvertido lugar que la herencia española tuvo en ese proceso. Todo ello insertado en el marco de una propuesta teórica que argumenta la existencia de un modelo específicamente hispanoamericano de invención de la nación, diferente de su contemporáneo español y de las naciones surgidas de la descolonización del siglo xx».
Estamos hablando, en suma, del segundo de los tercios del siglo xix, entre los Gobiernos de Antonio López de Santa Anna —que entró y salió del poder hasta once veces, a veces por períodos cortos, hasta 1855— y de Benito Juárez, que con el paréntesis de la guerra de reforma extendió su mandato entre 1858 y 1872.
En los treinta y un años que transcurrieron entre 1836 y 1867 —el período analizado en ese libro de 2008— casi todo fue un continuo sobresalto, con dos situaciones especialmente traumáticas: en 1847, el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que México perdió gran parte de su territorio en favor de Estados Unidos, al quedar la frontera establecida en el río llamado Grande o Bravo; y de 1864 a 1867, la citada guerra de reforma contra Maximiliano de Habsburgo.
Pero a Pérez Vejo no le interesan primeramente los avatares políticos, sino que lo suyo es la historia de las ideas. Las posiciones, simplificando mucho, se podían dividir en dos polos. Para unos, por lo que explica en la página 24, «nada se debía a España y […] era preciso construir, e incluso construirse a sí mismos, como una nueva sociedad, creada completamente ex novo, con instituciones, usos y costumbres que renegaban explícitamente del legado español». Se les califica de liberales.
Por su lado, los otros, a los que se tiene por conservadores, «pensaban que la nueva nación, hija de la española, debía de preservar los usos, instituciones y costumbres de la madre patria, que eran los que definían la esencia de su ser nacional».
En el bien entendido de que el relato triunfador —llámese marco mental, identidad cultural o como se quiera— ha terminado siendo el primero: «El proyecto derrotado y condenado que el de los conservadores, que con el fusilamiento de Maximiliano en el Cerro de las Campanas perdieron toda posibilidad de ser considerados mexicanos de pleno derecho. Una precisión quizá necesaria, dada la exaltación historiográfica de Juárez, es que la derrota del proyecto conservador lo convirtió en ilegítimo, aunque era en verdad tan legítimo o ilegítimo como el liberal. Pero los derrotados en un conflicto identitario no solo pierden la guerra sino también la legitimidad del relato» (págs. 38-39). Con la consecuencia de que a la hora de juzgar el pasado resulta inexorable que el período anterior a la irrupción de Cortés —«la conquista»— fue bueno y los tres siglos del Virreinato de Nueva España no: «La Colonia», durante la cual, según la frase que se transcribe en página 66, «no fueron los mexicanos sino entes miserables […], días aciagos e infaustos en que la tiranía, la usurpación y la avaricia hicieron de los hijos de Anáhanac un pueblo de esclavos». Un discurso que solía venir acompañado de la admiración hacia lo anglosajón: el vecino del norte y también la obra allí de los ingleses.
Estamos en 2024 y no hará falta decir que los planteamientos del presidente que acaba de dejar el cargo, López Obrador, son esos mismos y además se han expuesto con carácter no ya recurrente —es hombre locuaz—, sino incluso torrencial. El inequívoco resultado de las elecciones de 2 de junio, en favor, por cierto, de una persona de apellido alemán, acreditan que es un planteamiento que se encuentra enraizado en el imaginario colectivo de aquella sociedad. Los posicionamientos en política exterior nos los podemos imaginar: los de eso que se llama izquierda. Entre Israel y Palestina, lo segundo; entre cualquier cosa e Irán, lo mismo; e igual si alguien, con razón o sin ella, se enfrenta a Putin. Acerca de la opción sobre Cataluña, mejor ni pensarlo. Otra cosa tal vez no, pero previsibles sí que son: de todo lo que hacen o dicen se puede predicar eso de que se veía venir.
3. No es casual que este otro libro se haya publicado precisamente en 2024. Lo que aporta frente al anterior es basarse en imágenes y de ahí la referencia inicial de esta recensión a la alegoría o alegorías de los hermanos Lorenzetti en Siena.
Son diecinueve las figuras —los cuadros— que el autor recoge y reproduce, a saber:
El cautiverio de los hebreos en Babilonia (1858).
La caridad en los primeros tiempos de la Iglesia (1883).
Fundación de la ciudad de México (1889).
El descubrimiento del pulque (1869).
Moctezuma visita en Chapultepec los retratos de los monarcas sus antecesores (1895).
Cristóbal Colón en la Corte de los Reyes Católicos (1850).
El Senado de Tlaxcala (1875).
El suplicio de Cuauhtémoc (1893).
La matanza de Cholula (1877).
Fray Bartolomé de las Casas (1875).
General Miguel Hidalgo y Costilla (1875).
El cura Hidalgo en el Monte de las Cruces arengando a sus tropas momentos antes de la batalla (1879).
El cura Hidalgo Victoriano después de la batalla del monte de las Cruces (1904).
El general Bravo perdonando la vida a 300 españoles, después de recibir la carta en la que le informan de que su padre había sido asesinado por los españoles (1892).
El héroe de Iguala (1851).
El prisionero insurgente (1873).
El valle de México desde el cerro de Tenayo (1870).
La hacienda de Monteblanco (1879).
Vista del valle de México desde el cerro de Santa Isabel (1877).
Pintura histórica, sí —lo propio de las alegorías—, como, en el caso de España, es el cuadro de Antonio Gisbert Pérez llamado El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga (1887-1888, Museo del Prado) o el de Francisco Pradilla y Ortiz acerca de La rendición de Granada (1882, Senado), productos ambos que resultan típicos no ya del siglo xix, sino de la Restauración. Pero también, yendo más arriba en el tiempo, Las lanzas o la rendición de Breda de Velázquez (1634-1635, también Museo del Prado). O, en el siglo xx, el Guernica de Picasso (1937), por supuesto Carlos Reyero lo ha estudiado todo con profundidad.
4. Del nuevo libro de Tomás Pérez Vejo, lo mejor —o al menos una de las cosas mejores, porque las hay muchas— es que, versando sobre el nacionalismo, empieza por contar (mejor, recordar, porque ya lo sabíamos sus lectores) que no cree en él, porque en lo que comienza por no creer es en la nación. Y menos aún —también lo proclama y a mucha honra— en un nacionalismo como el mexicano. Es alguien que, como los negacionistas climáticos o los islamófobos, va a contracorriente: un heterodoxo, en el sentido más noble del término. Un Marcelino Menéndez y Pelayo redivivo (y con cabeza adaptada a los tiempos que corren) le debería estar dispensando la máxima atención. Más que un heterodoxo: un hereje, cuando no un auténtico apóstata. Un provocador, incluso, al modo de un Edmundo O’Gorman, mexicano de ascendencia irlandesa, cuando dijo aquello tan corrosivo —políticamente incorrecto, le llamaríamos ahora— de que la conquista la hicieron los indios y la independencia los españoles.
Los puntos se ponen sobre las íes desde el inicio (pág. 17): «[…] la nación, a pesar de lo que ha repetido el pensamiento nacionalista de los últimos dos siglos, es tan intangible como la voluntad divina, solo existe si se cree en ella […]. No se trató […] de naciones que se dotaban de Estados, sino de Estados inventándose naciones que se correspondiesen con sus fronteras territoriales». Y el resultado es «la paradoja de que la principal, en realidad única, forma de legitimación política de la modernidad sea poco menos que un ente de ficción».
Y, por si acaso alguna duda pudiese seguir quedando: «La nación no es, se cree en ella. La base de su existencia es solo la fe en un relato, un mito de origen, que nos dice quiénes somos, de quiénes descendemos y el pasado al que debemos ser fieles. Un grupo de parentesco ficticio en el que los derechos de los muertos, nuestros antepasados, determinan el presente y condicionan el futuro. El eje de su interpretación del mundo es una metáfora histórico-genealógica […]».
Del proceso de «invención de las naciones» se predice en la pág. 25 que es «uno de los más fascinantes del nacimiento de la modernidad política». Para precisar: «Un proceso tortuoso fruto de la necesidad de naciones cuyos límites se correspondiesen con las fronteras de sujetos políticos que ya no eran los antiguos Estados dinásticos sino los nuevos Estados nación». «El nacimiento de la modernidad política convirtió las naciones, entendidas en el sentido de comunidades naturales, las que tienen el mismo origen y costumbres, en lo que antes nunca habían sido, el fundamento único y excluyente de legitimación del ejercicio del poder».
¡Qué gusto la gente que se expresa así de claro desde el inicio! Ni que decir que esa manera de razonar significa que, aunque no lo confiese, en lo que sí cree Pérez Vejo —no se puede ser escéptico frente a todo— es en la teoría de los universos o mundos paralelos, proveniente, como tantos otros hallazgos felices, de la física cuántica. No existe la realidad, sino que cada quien se construye –la observación cambia el objeto observado o incluso lo construye– su propia realidad, que resulta tan verdadera o tan falsa como cualquiera de las otras alternativas. Y, como es obvio, en el proceso de su elaboración resulta fundamental no solo lo que se incluye en el paquete sino también lo que se deja fuera de él: todo lo que, para llegar al resultado pretendido, supone un estorbo. «La escoba de Occam», que se dice.
5. Y, en cuanto a México, todo ello lo aplica Pérez Vejo —en contra de lo que es el pensamiento abrumadoramente dominante allí— de manera poco menos que automática. En la pág, 13, por ejemplo, y al hilo de los tres siglos de presencia hispana: «No es que en el mundo del Antiguo Régimen no hubiese naciones, había miles, pero todas carentes del componente político que define el concepto en su sentido actual. En la Nueva España del siglo xviii, por ejemplo, convivían múltiples naciones blancas, como las de los vizcaínos y montañeses, por referirnos a las dos de mayor presencia pública, con decenas de capillas y cofradías dedicadas a la Virgen de Aránzazu y el Cristo de Burgos fundadas por los originarios y descendientes del señorío de Vizcaya y las montañas de Burgos a lo largo y ancho del virreinato; e indígenas, tantas como idiomas o grupos étnicos, en una Nueva España en la que la mayoría de la población hablaba idiomas distintos al español y con una gran diversidad étnico-lingüística. Unas y otras sin el significado político que constituye el centro del término en la actualidad. La política no pasaba por ser miembro de una nación, los que tenían el mismo origen, lengua y costumbres, sino parte de una patria, los que vivían bajo las mismas leyes o el mismo gobierno, la Monarquía católica, el Virreinato de la Nueva España, la ciudad de México […], todas con múltiples naciones conviviendo dentro de ellas».
Y, con respecto al presente, en la pág. 29: «La afirmación de que en 1821 la nación mexicana consiguió su independencia de España carece por completo de sentido. En 1821, una antigua división administrativa de un sistema imperial colapsado declaraba su soberanía política. No existía la nación mexicana que se independizaba […]».
Pérez Vejo, sin embargo, acepta que el relato esencialista de la nación mexicana eterna ha terminado por imponerse y no solo allí, sino en el mundo entero, «con éxito más que notable». Y para ello fue muy útil la pintura histórica, las alegorías, para volver a esa palabra: es lo que se recoge en las más de trescientas páginas de este fascinante trabajo. En una reseña del propio libro que se reproduce en su contraportada, tras afirmar que «en la elaboración de los relatos nacionales, pocos artefactos resulta más eficaces que las imágenes», se elogia al autor de la obra al afirmar que «de manera magistral […] pone a México frente al espejo al estudiar la naturaleza y el significado de una extendida colección de pinturas históricas producidas a lo largo de más de un siglo, y explica el proceso de construcción de un relato que, con devoción patriótica, otorga verosimilitud a lo que los mexicanos cuentan que son».
Entre las diecinueve figuras seleccionadas hay dos que no tienen nada que ver con México. Como se indicó más arriba, el primero de los cuadros tiene por objeto y así se llama El cautiverio de los hebreos en Babilonia, lo que nos lleva al Antiguo Testamento, o sea, al cristianismo o mejor al judaísmo: una historia del siglo vi antes de Cristo. La segunda figura se llama La caridad en los primeros tiempos de la Iglesia: vistas las cosas desde Mesoamérica, no hemos tenido que irnos tan lejos en el espacio ni tampoco en el tiempo, pero en cualquier caso seguimos estando muy lejos (en el Mediterráneo, seguro). Pero que se trata de imágenes orientales —o sea, importadas desde este lado del Atlántico, en el sentido de no autóctonas: importadas por los españoles, para decirlo todo— resulta coherente con el esquema general que sigue Pérez Vejo para explicar el relato dominante en México y que se plasma en una secuencia de tres actos, que siguen las de la vida del Mesías según la Biblia (ahora, el Nuevo Testamento): nacimiento, muerte y —lo singular— resurrección. Que se encarnan respectivamente en las figuras El descubrimiento del pulque, El suplicio de Cuauhtémoc y, en fin, Nicolás Bravo perdona la vida a los misioneros realistas. En la estructura del libro se sigue igualmente un esquema trinitario y cristiano, aunque distinto, el de los misterios de la oración católica del rosario. Los gozosos son los del mundo prehispánico (págs. 91-151); los dolorosos, la Conquista (págs. 153-194), y los gloriosos, la Independencia (págs. 195-240). En el original, respectivamente: el anuncio de la venida de Jesús, su infancia y su vida pública (gozosos y también luminosos); la pasión (dolorosos), y la resurrección y avatares posteriores, hasta la Coronación de la Santísima Virgen (gloriosos). Con razón, el subtítulo del libro habla de «una historia sagrada», aunque, eso sí, vista a través de «imágenes profanas» porque, con algunas excepciones, no se trata de pintura religiosa: en la figura 11, por ejemplo, Hidalgo aparece retratado como general, no como cura, calificativo que sí se emplea en la figura 12.
El libro dedica todavía un capítulo, el 6 (págs. 241-285), a «los misterios que se olvidan y otras memorias», con especial atención a la Virgen de Guadalupe, la gran ausente de la iconografía oficial mexicana del siglo xix, pese a su omnipresencia en la sociedad en aquella época y aún hoy, en plena era de la secularización, en el sentido de descristianización, en todo Occidente. Es, junto con la Semana Santa de Sevilla, algo así como la aldea gala de Astérix en su rocosa resistencia. En fin, digamos que en el libro no faltan referencias a Sor Juana Inés de la Cruz (para los entendidos, Sor Juana sin apellidos), y es que, con la excusa del análisis de las pinturas del siglo xix —sobre todo, durante el Porfiriato—, Pérez Vejo repasa la vida cultural de México desde al menos 1521 o incluso antes. Y, claro está, dedicando un capítulo final al año 1910: el Centenario de la Independencia (en teoría: más bien, de lo que se cumplió un siglo fue solo desde el grito de Dolores, el del citado cura Hidalgo) y también el inicio de la Revolución.
Ni que decir tiene, a modo de síntesis, que, siendo la pintura mexicana tan importante como expresión cultural (aquél es el país del muralismo y, antes, como se constata a poco que uno se pasee por allí, el país del color), este libro constituye mucho más que un análisis de cuadros: es toda la historia —sobre todo, la historia de las mentalidades, en el sentido de Jacques Le Goff— la que se somete a repaso. Un repaso, sí, implacable.
6. Hace pocas fechas se ha publicado en la Revista de Libros un documentado artículo de Nicolás Batulet, catedrático de Estudios Hispanoamericanos de la Universidad Politécnica Hants-de-France (Valenciennas), titulado «Visiones de la identidad mexicana en cinco ensayos del siglo xx».
Recoge, por riguroso orden cronológico:
—La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana (1925, José Vasconcelos).
—El perfil del hombre y la cultura en México (1934, Samuel Ramos).
—El laberinto de la soledad (1950, Octavio Paz).
—México profundo. Una civilización negada (1987, Guillermo Bonfil Batalla).
—Y El espejo enterrado (1992, Carlos Fuentes).
Cinco joyas, cada una de su padre y de su madre, y sobre todo cada una de su momento, porque entre 1925 (Vasconcelos) y 1992 (Fuentes) transcurrieron casi setenta años, que es muchísimo.
El libro que acaba de publicar Tomás Pérez Vejo, cuando el siglo xxi ya lleva consumida casi una cuarta parte, figurará en el futuro en las antologías, pero sabiendo todos que en México los relojes muestran una tendencia proverbial a lo cadencioso. No en vano, Enrique Krauze, cuando quiso sintetizar la abigarrada historia de su país en unas páginas, le puso el título La presencia del pasado. Una presencia que resulta, incluso a los ojos de un español de nuestros días, los de la Ley de Memoria Democrática de 2022, abrumadora e, incluso, agobiante.
En el libro de Pérez Vejo se recoge, a modo de presentación, una frase de José Moreno Villa (otro español, malagueño en concreto, que encontró su ecosistema allí, hasta su fallecimiento en 1955) que hoy sigue viniendo al pelo: «Aquí no ha muerto nadie, a pesar de los asesinatos y los fusilamientos. Están vivos Cuauhtémoc, Cortés, Maximiliano, don Porfirio y todos los conquistadores y todos los conquistados. Esto es lo original de México. Todo el pasado suyo es actualidad palpitante. No ha muerto el pasado. No ha pasado lo pasado. Se ha parado».