RESUMEN
El presente artículo explora el trabajo por la igualdad de Ida B. Wells (1862-1931), destacada activista afroamericana. En un contexto marcado por la opresión racista tras la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, Wells se convierte en un símbolo de resistencia y justicia. El texto se adentra en sus acciones clave, que consistieron en desafiar la segregación, exponer la verdad detrás de los linchamientos y reclamar sus derechos como afroamericana y como mujer. Su activismo contribuyó a la fundación de la National Association for the Advancement of Colored People y su legado continúa siendo relevante para entender la intersección entre la lucha persistente contra la discriminación y por la igualdad de género.
Palabras clave: igualdad; feminismo; discriminación; intersección; derechos civiles; racismo.
ABSTRACT
This article explores the work for equality of Ida B. Wells (1862-1931), a prominent African American activist. In a context marked by racist oppression after the abolition of slavery in the United States, Wells becomes a symbol of resistance and justice. The text delves into her key actions, which consisted of challenging segregation, exposing the truth behind lynchings, and claiming her rights as an African American and as a woman. Her activism contributed to the founding of the National Association for the Advancement of Colored People and her legacy continues to be relevant to understanding the intersection between the persistent fight against discrimination and for gender equality.
Keywords: Equality; feminism; discrimination; intersection; civil rights; racism.
Ida B. Wells nació en 1862 en el pueblo de Holly Springs, Misisipi, en situación de esclavitud, en el contexto de la guerra de Secesión y seis meses antes de que Abraham Lincoln (1809-1865) firmara la Proclamación de Emancipación. La población negra de Estados Unidos había estado sometida a la esclavitud desde que el continente americano empezó a ser colonizado; por ello, esta proclamación supondría un cambio decisivo en su historia, e iniciaría una lenta y no siempre regular tendencia hacia el reconocimiento de las personas afroamericanas como sujetos de derechos.
Así, en la segunda mitad del siglo xix en Estados Unidos se produjeron una serie de reformas políticas y legislativas que daban razones para la esperanza a la población negra, pues varios hechos al inicio de esta época resultaban prometedores: la mencionada Proclamación de Emancipación (1863), el fin de la guerra de Secesión (1861-1865), con la victoria de los estados antiesclavistas, y la aprobación de las enmiendas decimotercera (1865), decimocuarta (1868) y decimoquinta (1870) de la Constitución de los Estados Unidos, la llamada «tríada de la reconstrucción» (Tushnet, 2015: 237), las cuales declaraban, respectivamente, la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la ciudadanía y el derecho de voto sin discriminación (Franklin, 2013: 221-224).
Sin embargo, la realidad de las décadas posteriores a 1877, cuando finalizó el período de la reconstrucción, resultó prácticamente opuesta a lo que se podía esperar de estos avances iniciales. Tanto es así que las últimas décadas del siglo xix se han descrito como el tiempo de «desmoronamiento» de los avances de la reconstrucción (Muldoon, 2015: 5), y los años 1890 a 1930 como el gran nadir para la población negra estadounidense (Logan, 1954); esto es, el momento más bajo, de más penurias, en su historia desde el fin de la guerra de Secesión, donde se afianzó la ideología del supremacismo blanco y se perdieron muchos de los derechos conseguidos en la reconstrucción (Brown y Stentiford, 2014: 296), en un clima de «contrarrevolución» o «contraofensiva» dirigida a revertir las reformas realizadas (Perman, 2001: 9-10). Es decir, hubo un cambio de tendencia, pasando de unas décadas de avance (años sesenta y setenta) a otras de repliegue (años ochenta y noventa), cuyas consecuencias se vieron hasta bien entrado el siglo xx e, incluso, tienen influencia en la actualidad. Este retroceso se vio reflejado en las prácticas y las leyes de segregación, también llamadas leyes Jim Crow, que perpetuaron y acentuaron la subordiscriminación y la opresión de la población negra estadounidense.[3]
Estas prácticas y leyes se inscribían en un contexto, apunta Grimké, en que los negros eran considerados «lo más bajo [mudsills]»[4] y, de este modo, «la ideología central de la esclavitud […] recibió nuevo apoyo y continuación en la segregación» (1955: 282).
En este contexto, contamos con la aparición de mujeres que, desde sus diferentes circunstancias, realizaron aportaciones valiosas al activismo y la reflexión antirracista y de género. El punto que las conecta es que en 1909 en Nueva York formaron parte del grupo diverso de cuarenta personas que fundó la Asociación Nacional para la Defensa de las Personas de Color (NAACP, National Association for the Advancement of Colored People)[5]. La manera de entender las relaciones sociales, el rol de las mujeres en los asuntos públicos, la necesidad del activismo y el papel de la política y el derecho como instrumentos para la igualdad se vieron plasmados en el documento fundacional de la NAACP y en la filosofía que ha seguido esta asociación desde su fundación. Se trata de la declaración Platform adopted by National Negro Committee (1909), en la que aparecen como firmantes activistas y pensadores de renombre, como Jane Addams (1860-1935), W.E.B. DuBois (1868-1963) o John Dewey (1859-1952), junto con algunas mujeres cuyo trabajo ha empezado a ser reconocido en las últimas décadas, como Ida B. Wells, Mary Church Terrell (1863-1954), Mary White Ovington (1865-1951) o Maria Louise Baldwin (1856-1922).
Este trabajo se centra en Ida B. Wells, y en él ponemos atención a algunos de sus escritos más relevantes, contextualizados en su historia personal y su ambiente. En sus publicaciones, Wells plasmó sus anhelos, denuncias y propuestas respecto a la discriminación y la violencia sufrida por la población negra, especialmente las mujeres, en Estados Unidos. Mi objetivo no es otro que rescatar algunas ideas de esta importante autora y activista, identificando también la intersección entre sus diferentes tipos de opresión, como las causadas por el sexo, la etnia[6] o la clase socioeconómica.
Wells creció en una familia numerosa, la mayor de siete hermanos. Cuando tenía dieciséis años, sus padres murieron de fiebre amarilla. Ella decidió hacerse cargo de su familia, por lo que se puso a trabajar de maestra y, más tarde, de periodista.
A los veintidós años sufrió un episodio de discriminación que decidió llevar a los tribunales y sería muy sonado en los años posteriores. En ese tiempo todavía no se habían puesto en marcha las leyes segregacionistas, pero sí empezaba ya un cambio de tendencia en el que cada vez más empresas privadas (de transporte, restaurantes, locales de ocio, etc.) tenían políticas de separar por raza más o menos formalizadas. Como la misma Wells rememora en su autobiografía, escrita en 1928, en esa época «no había vagones segregados, pero [desde] 1877 se habían hecho esfuerzos en todo el sur para separar por color [draw the color line] en los ferrocarriles» (2020: 17). Efectivamente, la primera ley de este tipo se aprobó en 1890 en Nueva Orleans, pero venía precedida de muchas prácticas de segregación que no solo no eran prohibidas, sino toleradas y hasta refrendadas por decisiones judiciales.
Como importante precedente de las leyes de segregación, cabe señalar la declaración de inconstitucionalidad de la ley de derechos civiles (Civil Rights Act) en 1883. Esta ley, aprobada en 1875, estaba orientada precisamente a garantizar a nivel federal la no discriminación por razón de raza, pero el Tribunal Supremo de EE. UU. la declaró inconstitucional y dejó en manos de los estados individuales la protección de la igualdad (109 U.S. 3). En este sentido, la anulación de la Civil Rights Act dejó sin protección a la población negra en cuanto a las prácticas discriminatorias. La segregación tuvo su respaldo definitivo en la sentencia Plessy v. Ferguson, de 1896 (163 U.S. 537), que declaró la constitucionalidad de todas las leyes de segregación bajo la doctrina «separados pero iguales» (separate but equal) y dio pie a que se aprobaran muchas más, incluso de ámbito federal (Muldoon, 2015: 17-19).
En 1884, Wells viajaba en un tren de Memphis, donde trabajaba, a Woodstock, Tennessee, cuando el revisor le pidió que abandonara el vagón en el que estaba porque se consideraba exclusivo de personas blancas, por ser de primera clase. Ella se negó a hacerlo, pues tenía el billete que le daba derecho a estar en ese vagón, y acabaron echándola a la fuerza del tren. Wells demandó a la compañía de trenes y ganó el juicio en primera instancia, pero la empresa recurrió al Tribunal Supremo de Tennessee, el cual, en el caso The Chesapeake, Ohio and Southwestern Railroad Company v. Ida B. Wells (1887) dio la razón a la compañía y obligó a Wells a pagar las costas del juicio, más de doscientos dólares. Esto provocó en ella una gran decepción en el sistema legal y judicial de su país, pues vio que este «ni quería ni tenía la intención de proveer de justicia a los negros. […] El Tribunal Supremo de la nación nos dijo que reclamáramos a los tribunales estatales; cuando yo lo hice obtuve el tipo de justicia que [teníamos] los negros» (Wells, 2020: 18). En sus memorias, Wells habla de este episodio con poco entusiasmo y escasa conciencia de su importancia, pero sí con la completa convicción de tener la razón (14-18). Este hecho ha pasado a la historia como la primera acción de desobediencia pública a las prácticas y leyes de segregación, que después inspiraría las acciones de Rosa Parks (1913-2005), Martin Luther King (1929-1968) y tantos otros activistas por los derechos civiles (Knight, 2008: 519-544). En la segunda mitad del siglo xx, las leyes segregacionistas fueron desapareciendo del ordenamiento estadounidense, por la sentencia Brown v. Board of Education en 1954 (347 U.S. 483), que declaró inconstitucional la segregación en las escuelas[7], y las leyes de derechos civiles (Civil Rights Act) de 1964 y de voto (Voting Rights Act) de 1965, que recuperaron el principio de prohibición de la discriminación a nivel federal y provocaron la derogación de todas las leyes de segregación del país.
En 1886, Wells dejó su puesto de maestra y empezó a escribir en periódicos, donde se dedicó principalmente a sacar a la luz noticias de linchamientos.
La historia de los linchamientos en Estados Unidos empezó a ser ampliamente documentada hacia finales del siglo xx. El estudio de Tolnay y Beck, circunscrito a los antiguos estados esclavistas, muestra que entre 1882 y 1930 hubo 2018 linchamientos en los que fueron asesinados 2462 hombres, mujeres y niños afroamericanos. Las décadas de 1880 a 1920 fueron las más violentas, con el cénit entre 1892 y 1893, con noventa personas asesinadas (1995: 17). En 2005, la resolución 39 del Senado de Estados Unidos arrojaba que al menos 4742 personas, predominantemente afroamericanos, fueron linchadas en Estados Unidos entre 1882 y 1968, y que en el 99 % de los casos nadie era juzgado por estos hechos (Balfour, 2015: 681). En todo caso, las cifras reales son probablemente mucho más altas, por la impunidad y la falta de análisis contemporáneos a los hechos. En este sentido, se ha resaltado el valor del trabajo de Wells, pues en muchos casos fue la única persona que documentó determinados linchamientos. Ella registró, con nombres y apellidos, 241 personas linchadas en 1892, 159 en 1893, y 197 en 1894; es decir, 597 en tres años (Wells, 2018: 12-15, 84-89).
En sus memorias, ella misma reconoce que, al principio, compartía la idea generalizada de que los linchamientos se producían como venganza por crímenes sexuales de hombres negros hacia mujeres blancas, y que, de algún modo, veía que la «ira irrazonable» de la «masa [mob]» estaba «quizás justificada» (Wells, 2020: 56).[8] Esta concepción venía alimentada por la consideración racista de los varones negros como animales violentos (Watson, 2009: 66; Braxton, 1989: 121).
Esta «mitología» (Balfour, 2015: 685) fue ampliamente difundida por la prensa en aquellos años, y ha sido igualmente desmentida; se calcula que menos de una cuarta parte de los linchamientos se debían a delitos sexuales. Esto lo sabían incluso contemporáneos a los hechos, y hasta personas que los justificaban, como se puede observar del intercambio entre el escritor Thomas Nelson Page (1853-1922) y la activista Mary Church Terrell en 1904, en el que el primero se mostraba comprensivo con los motivos que movían a las masas, mientras que la segunda apuntaba, en línea con Wells, a los estereotipos racistas como causas injustificables de los linchamientos. En sus artículos, ambos reconocían que los crímenes sexuales eran minoritarios (Watson, 2009: 72). Asimismo, los registros que Wells mantuvo a lo largo de los años mostraban que eran alrededor de un tercio las acusaciones, que no hechos probados, de violación (1999: 31).
En 1892 se produjo el linchamiento de un amigo de Wells, Thomas Moss, un empresario exitoso y que únicamente había estado envuelto en altercados en su tienda, precisamente provocados por el resentimiento de otros empresarios blancos por su éxito. Thomas Moss y dos empleados de la tienda fueron detenidos por estos disturbios y, mientras estaban bajo custodia policial, fueron sacados de la comisaría y linchados. Este hecho, afirma Wells, le «abrió los ojos» a la realidad de los linchamientos, y empezó a escribir artículos en los que los caracterizaba como expresiones violentas de racismo, no aisladas, sino dentro de un clima de humillación constante (Wells, 2020: 56).
No se trataba de venganza por un delito, sino de la punta del iceberg del racismo, el elemento más visible de un sistema discriminatorio y opresivo para las personas negras y, especialmente, para las mujeres negras. Así, Wells denunciaría que la población mayoritaria del sur había empezado a preocuparse por la indemnidad sexual de las mujeres en el momento en que las mujeres blancas se habían visto afectadas; se trataba de proteger a «la feminidad y la infancia blanca», pero el sufrimiento de las mujeres negras no contaba. «Este delito [la violación] solo se castiga cuando las mujeres blancas acusan a los varones negros […]. El mismo delito cometido entre personas negras, o por hombres blancos contra mujeres negras, es ignorado» (Wells, 1999: 31).
En este sentido, como apunta Balfour, Wells ponía atención en «la manipulación patriarcal de la raza y el género» y, frente al discurso dominante, ofrecía una «contra-historia» de las mujeres negras que han sufrido violaciones y abusos durante la esclavitud y después de esta, de manera generalizada, impune e incluso socialmente aceptada (Balfour, 2015: 686). En palabras de Wells, «estas relaciones entre hombres blancos y mujeres de color eran notorias, y habían existido durante todo el tiempo en que las dos razas habían convivido en el sur». Wells conocía historias de los hijos que nacían de estas relaciones, los cuales con frecuencia eran abandonados o vendidos como esclavos. «Toda mi vida había sabido que estas condiciones eran aceptadas como algo dado. Me encontré que esta violación de mujeres y niñas negras, que empezó con la esclavitud, continuaba sin ningún tipo de traba ni de reprobación por parte de la iglesia, el Estado o la prensa» (2020: 60).
Por otro lado, considerando los casos en que las relaciones interraciales (las ampliamente aceptadas hombre blanco-mujer negra, o las inconcebibles hombre negro-mujer blanca) podrían tratarse no de violaciones, sino de relaciones consentidas (si es que esto era posible en el clima de sumisión de la población negra), Wells denunciaba los dobles estándares racistas y machistas, que veían en la mujer blanca un ser sin capacidad ni libertad, que necesitaba la acción del varón blanco para ser salvada de la agresión del varón negro. «Lo que el hombre blanco del sur practicaba como correcto para él, lo consideraba impensable en las mujeres blancas. Ellos podían enamorarse, y de hecho lo hacían, de las muchachas mulatas […] y negras, pero mostraban su incapacidad para imaginar a las mujeres blancas haciendo lo mismo con los hombres negros y mulatos» (ibid.: 61).
Esto le granjeó duras críticas y ataques. El periódico Free Speech, del que era socia, fue vandalizado en 1892 y la culparon a ella por haber herido sensibilidades con sus artículos. «Había perdido el periódico [y] se había puesto un precio a mi vida», así que «sentí que me debía a mí misma y a mi raza el decir toda la verdad» (ibid.: 58). Siguieron unos años en los que se dedicó a denunciar los linchamientos con un tono mucho más firme y sin concesiones a los mitos racistas. Esto la ponía en contra de periodistas y personalidades que hablaban de otras causas, como la falta de educación o incluso la búsqueda de justicia, y que los describían como explosiones puntuales de violencia (Watson, 2009: 72-75).
En 1893, Wells publicó el artículo «La ley del linchamiento en Estados Unidos» (Lynch Law in the United States), en el que comentaba que
la culminación de esta guerra contra el progreso negro es la sustitución de los tribunales de justicia por la ley de la calle [mob rule] por todo el sur. […]. Cada vez que un hombre negro es acusado de cualquier delito contra una persona blanca, estas turbas, sin esconderse, lo sacan de la cárcel a plena luz del día, lo ahorcan, lo fusilan o lo queman según les dicta su capricho. El jurado forense dicta el veredicto de que «el fallecido murió a manos de personas desconocidas» (2020: 86).
Así, Wells denunciaba también el consentimiento intolerable de las fuerzas de seguridad que miraban para otro lado y, en muchas ocasiones, no proveían de vigilancia especial cuando sabían de la probabilidad de un linchamiento.
Además, ponía atención en la «indiferencia silenciosa» (ibid.: 82) de la sociedad en general: «El resto de América se queda callada […] ante los continuos atropellos y la voz de mi raza, torturada e indignada, es sofocada o ignorada dondequiera que se alce en Estados Unidos en demanda de justicia» (ibid.: 86).[9]
En 1895, Wells publicó un extenso informe, El registro rojo (The red record), en el que documentó con detalle todos los linchamientos producidos entre 1892 y 1894. Este informe fue prologado por el activista antiesclavista y sufragista Frederick Douglass (1818-1895), que en esta época ya era una celebridad y un referente de la lucha antirracista. En su texto, Douglass felicitaba a Wells «por tu texto fidedigno sobre la abominación del linchamiento, que actualmente se practica de manera generalizada contra la gente de color en el sur. […] Has abordado los hechos con frialdad y minuciosa fidelidad, y has dejado que esos hechos desnudos y sin contradicciones hablen por sí solos» (Douglass en Wells, 2018: 2).
En este libro, además de recoger con el mayor detalle posible los destinos de las víctimas de linchamientos, incluyendo historias estremecedoras, Wells hacía un llamamiento a los poderes públicos con una sola petición: que hicieran posible la aplicación de la ley. «Pedimos un juicio justo […] para los acusados de delitos y un castigo legal después de una condena honesta. No pedimos ninguna simpatía sensiblera hacia los criminales, pero sí pedimos que la ley castigue a todos por igual» (ibid.: 90). También llamaba a los lectores, a la sociedad civil en general, a que difundieran los hechos entre sus conocidos, en sus asociaciones, sindicatos e iglesias, y a que organizaran marchas y protestas, y sugería, a quienes tuvieran dinero, que no realizaran inversiones en las ciudades donde los linchamientos eran más frecuentes (ibid.: 91).
Por las reacciones a sus escritos, Wells tuvo que mudarse al norte, a Chicago, donde se casó con el abogado Ferdinand L. Barnett (1852-1936), tuvo cuatro hijos y residió el resto de su vida.
En la actualidad se resalta que el acierto de Wells en sus análisis fue no reducir los linchamientos a una simple descripción de hechos violentos supuestamente aislados, sino utilizar «las únicas fuentes que existían, las del opresor, para desde ellas descubrir cuestiones subyacentes a la dominación» (Jabardo en Truth et al., 2012: 31), y con ello identificar y denunciar los distintos tipos de violencia, «física, estructural y discursiva» (Balfour, 2015: 681), que enfrentaba la población afroamericana, de la cual los linchamientos eran la expresión más visible y extrema, pero que formaban parte de un conjunto de realidades políticas y económicas más amplias, que además afectaban de manera especialmente grave a las mujeres.
Wells mostró que los linchamientos se utilizaban como herramienta para mantener la dominación y frenar el posible ascenso social de la población negra (Tolnay y Beck, 1995: 256; Jabardo, 2012: 30). Los linchamientos eran «una excusa para deshacerse de los negros que estaban adquiriendo riquezas y propiedades y con ello mantener a la raza aterrorizada», y la causa última se encontraba en «el resentimiento de que los negros ya no eran sus juguetes, sus sirvientes, sus fuentes de ingresos» (Wells, 2020: 61).
Además, en sus críticas a los estereotipos sexuales y raciales, Wells se puede considerar pionera del feminismo acuñado por Kimberlé Crenshaw como «interseccional», esto es, que toma en cuenta las múltiples opresiones que enfrentan las mujeres negras, que crean una situación de subordinación propia; como afirma Crenshaw, «la experiencia interseccional es más grande [greater] que la suma del racismo y el machismo, y un análisis que no tome en cuenta la interseccionalidad, no puede enfrentar de manera adecuada el modo en que las mujeres negras son subordinadas» (1989: 140). En palabras de De Lamo, la intersección de género y raza no implica simplemente «la suma de opresiones, la racista y la patriarcal, sino la creación de una situación de discriminación patriarcal diferente para las mujeres blancas y las racializadas» (2021: 431), y esto es algo que Wells supo intuir, y que diferentes estudios sobre su persona resaltan.
Así, Narnolia y Kumar subrayan la «astuta lectura que hace Wells del género y la sexualidad y su intersección con la política racial de su país» (2022: 58), y Smith y Guy-Sheftall hablan de Wells como «ejemplo de la quintaesencia de la primera [early] teoría interseccional» (2014: 130). Jabardo la considera la pionera más significativa del feminismo negro junto con Sojourner Truth (1797-1883) (2012: 28), y Balfour la sitúa como «precursora» de feministas negras posteriores, como la mencionada Crenshaw o Angela Davis (Balfour, 2015: 686).
En 2005, el Senado de EE. UU. publicó una petición de perdón por los linchamientos y por la falta de acción legislativa ante ellos, describiéndolos como «la mayor [ultimate] expresión de racismo en los Estados Unidos», en línea con lo apuntado por Wells en sus años de activismo. En todo caso, Balfour es crítica con esta declaración por considerarla insuficiente, pues «sin el tipo de trabajo interpretativo que realizó Wells, las cifras quedan aisladas» y no se ponen en relación con «las realidades más amplias del sistema político que ayudaron a construir». Así, quedaría oculto «el grado de complicidad oficial en los asesinatos y el papel educativo que tales actos públicos de violencia desempeñaron en la construcción de la ciudadanía blanca y negra en la época de la segregación», como la influencia de los linchamientos en el ejercicio del derecho al voto y en el desarrollo económico de los afroamericanos (2015: 681). En 2020, Wells recibió el premio Pulitzer de manera póstuma «por sus reportajes excepcionales y valientes sobre la violencia horrible y cruel contra los afroamericanos durante la era de los linchamientos» (Pulitzer Price, 2020).
En 1893, se celebró en Chicago la World’s Columbian Exposition, exposición mundial en conmemoración del 400 aniversario del descubrimiento de América (estaba prevista para 1892, pero su inauguración se atrasó un año). En ella había delegaciones de diversos países y el propósito era mostrar el avance del continente en esos cuatro siglos, dando cuenta de sus riquezas y su diversidad.
Ferdinand L. Barnett, pareja de Wells y también activista antirracista, estuvo presente en los trabajos organizativos de la exposición. Él cuenta que, al principio, hubo un gran entusiasmo y diversidad de ideas sobre cómo presentar la «grandeza» de Estados Unidos al mundo, en un clima de «buenos sentimientos» y «malicia hacia nadie y amor hacia todos» (emulando el discurso inaugural de Lincoln de 1865). Varias personalidades negras vieron en este evento su primera oportunidad para «mostrar al mundo lo que se podía lograr [otorgando] la libertad y la ciudadanía» a personas que anteriormente habían estado esclavizadas y que, contra todas las teorías de supremacismo blanco, habían mostrado ser proactivas, trabajadoras, educadas y exitosas (Barnett en Wells et al., 1999: 65).
Sin embargo, muy pronto quedaron decepcionados, pues enseguida «se les hizo entender que eran persona non grata» (ibid.: 67); la manera en que se organizaron las elecciones de los representantes de los diferentes estados provocó que ningún negro formara parte de la delegación estadounidense.[10] No únicamente faltaba representación personal, sino que en los documentos oficiales la población negra estaba prácticamente borrada, ni siquiera había menciones relevantes a su historia o presente.[11]
Sin embargo, sí que hubo un delegado estadounidense negro, Frederick Douglass, pero no por su país, sino por Haití, donde había trabajado como diplomático años antes (Handy, 1893: 127). Wells, que ya vivía en Chicago, asistía regularmente a los eventos de la exposición y acordó con Douglass escribir el libro La razón por la cual los estadounidenses de color no están en la Exposición Colombina Universal (The reason why the Colored American is not in the World’s Columbian Exposition). La autoría del texto pertenece a Wells, Douglass, el periodista Irvine G. Penn (1867-1930) y el mencionado Ferdinand L. Barnett.
En el inicio de The reason why, Wells mostraba la pena y la rabia que le producía que dejaran fuera de la celebración a las personas negras, y consideraba que había sido una oportunidad perdida para su país: «La exhibición del progreso logrado por una raza en veinticinco años de libertad frente a doscientos cincuenta años de esclavitud habría sido el mayor homenaje a la grandeza y el progresismo de las instituciones estadounidenses que se podría haber mostrado al mundo» (Wells, 1999: 3).
El texto formulaba y trataba de responder la siguiente pregunta: «¿Por qué la gente de color, que constituye un elemento tan importante de la población estadounidense y que ha contribuido en gran medida a la grandeza estadounidense, no está más visiblemente presente y mejor representada en esta exposición mundial?» (ibid.: 4) Wells es autora de cuatro de los siete capítulos del documento, dedicados a la denuncia, el análisis y las propuestas para poner fin a la discriminación. The reason why también saca a la luz historias negras que podrían haberse mostrado en la exposición, si se les hubiera permitido, listando éxitos y logros llevados a cabo por afroamericanos en las ciencias, las artes y los negocios (Penn, 1999: 44-65). Esto es una muestra de la importancia de la representación o «autoidentificación», como afirma Jabardo, como «primer paso para el empoderamiento», pues «si un grupo no se define a sí mismo, entonces será definido por y en beneficio de otros» (Jabardo en Truth et al., 2012: 37). Mediante estas largas listas de personas afroamericanas exitosas, los autores mostraban que no tenían que ser vistos ni verse como ciudadanía de segunda clase; a pesar de las dificultades que enfrentaban, había numerosos ejemplos de personas que habían roto barreras y prejuicios y podían inspirar a las nuevas generaciones.
Volviendo a la pregunta planteada en The reason why, esto es, por qué la gente de color no ha sido invitada a la exposición, la respuesta se puede resumir en estos simples términos: porque Estados Unidos no acepta a las personas de color como sujetos en igualdad de condiciones. Los autores del texto, en realidad, se sirvieron de esta exclusión concreta que se había producido en la exposición universal para denunciar la exclusión generalizada a la que se veían sometidas todas las personas de color, y la respuesta era la misma: no se aceptaba a los afroamericanos como ciudadanos. Wells tenía muy claro por qué habían quedado fuera de la exposición universal, al igual que históricamente habían quedado siempre fuera de cualquier reconocimiento legal o social, pero defendía que no había ni razón lógica ni necesidad natural de que esto siguiera perpetuándose.
El fin de la esclavitud, a pesar de las promesas de las primeras décadas, no revirtió las desigualdades causadas por esta institución secular y la mentalidad clasista que forjó, por lo que Wells afirmaba: «La guerra civil [de Secesión] acabó con la esclavitud. Nos hizo libres, pero también nos dejó sin casa, sin dinero, ignorantes, sin nombre y sin amigos […]. Fuimos abandonados al hambre, la miseria y la muerte. Tan desesperada era nuestra situación que algunos de nuestros estadistas declararon inútil tratar de salvarnos mediante legislación, ya que estábamos condenados a la extinción» (1999: 17).
Esta salvación «mediante legislación» que menciona Wells, como sabemos, se refiere a las leyes, como la Civil Rights Act de 1875, puestas en marcha en el período de la reconstrucción, pero que se habían empezado a invalidar o derogar a partir de los años ochenta del siglo xix. Entonces la legislación ya no se dedicó a la tarea hercúlea de fomentar el progreso y garantizar la igualdad para la población afroamericana, sino todo lo contrario: en The reason why se recogen los grandes y continuos abusos a los que la población negra es sometida, de los cuales, como ya sabemos, Wells resaltaba los linchamientos, pero que solo eran parte de lo que De Lucas llama una «maquinaria de discriminación» (2020: 112), esto es, todo un sistema social y jurídico repleto de «prejuicios, miedo e intimidación», con instancias constantes y arraigadas de subordinación y explotación (Penn, 1999: 44).
Así, Wells identificaría una serie de prácticas y leyes «hostiles hacia los intereses de nuestra raza», como «el sistema de leasing de prisioneros[12], los trabajos forzados, las leyes contra vagos [vagrancy], los fraudes electorales, […] [o] pagar con fichas que no valen nada en lugar de con dinero de curso legal» (1999: 18). El sistema de leasing era, junto con los linchamientos, la gran «infamia» de su país: la condición de estas personas encarceladas, el noventa por ciento negras, era similar a la esclavitud, y Wells denunciaba que las mujeres negras se llevaban la peor parte, con explotación sexual además de laboral (ibid.: 25-26).
Wells insistía en que sobraban razones para considerar a la población negra como ciudadana de pleno derecho, aunque la esclavitud hubiera estado en la base de las primeras colonias y en la fundación de los EE. UU. como país: «[Los afroamericanos] estuvieron entre los primeros pobladores de este continente y desembarcaron en Jamestown, Virginia, en 1619 en un barco de esclavos [el White Lion], antes que los puritanos, que desembarcaron en Plymouth en 1620 [con el Mayflower]. Han contribuido en gran medida a la prosperidad y la civilización estadounidenses. El trabajo de la mitad de este país siempre ha sido y sigue siendo realizado por ellos» (ibid.: 3).
La discriminación sufrida por la población negra en Estados Unidos, históricamente y en la actualidad, sigue siendo objeto de estudio y denuncia, y es aceptado que el «todos los hombres son creados iguales» (all men are created equal) de la Declaración de Independencia de 1776, lejos de ser inclusivo, contenía grandes exclusiones, entre ellas, cómo no, las de las personas esclavizadas. Como indica Barrère, por ese ««todos» [de la Declaración de Independencia] no se entiende «la totalidad del género humano», sino «la totalidad de los pertenecientes a un determinado grupo social»» (2019: 45); la abstracción «individuo» o «sujeto» se desarrolló siguiendo el modelo concreto del varón blanco y propietario, dejando fuera a quienes no entraban en estas categorías (Barrère y Morondo, 2011: 54).
Aparisi apunta a que el principio de igualdad proclamado en las declaraciones liberales requiere de «algunas matizaciones», pues sirvió de base a proyectos revolucionarios y emancipatorios, pero a la vez fue plenamente compatible con la perpetuación de las desigualdades. La proclamación de la igualdad «meramente formal» estaría destinada «tan solo» a «romper con la desigualdad y los privilegios propios de las sociedades fuertemente estamentales de la época» y, por tanto, no planteó ninguna tensión lógica con el mantenimiento de grandes instancias de desigualdad, como la esclavitud o, más tarde, la segregación (1995: 272). Así, la enunciación de la igualdad formal en los textos liberales supuso un gran paso en cuanto al reconocimiento de la dignidad humana y el rol de la ciudadanía en la política, pero también fue muestra de uno de los grandes «déficits de la Ilustración» (Monzon, 1992: 124), al tener una visión restringida del «individuo» y no ser auténticamente universal, esto es, no incluir a todos los seres humanos en este predicado de la igualdad.
Siguiendo con esta visión crítica, De Lucas recuerda que el racismo en Estados Unidos «hunde sus raíces […] en su momento fundacional». Por ello, el país se encuentra en una contradicción constante, señalada por Brion Davis, entre ser «una nación libre», pero a la vez «construida sobre el trabajo forzado» (De Lucas, 2020: 111). Es decir, el racismo estaría ínsito en la identidad de EE. UU., tanto como lo están la igualdad y la libertad; estas últimas de manera explícita y consciente, y el primero de manera velada, no reconocida, pero con la misma o incluso mayor influencia social.
Wells y sus compañeros proponían que su país se redimiera de este «pecado permanente» (ibid.: 111) del racismo que atravesaba todos los aspectos de sus vidas, pues era un racismo «institucional, estructural y sistemático» (Solanes, 2019: 37)[13]. Junto con los abusos y la opresión racista, los valores de libertad e igualdad de la Declaración de Independencia tenían un poder normativo y emancipador que llamaba, precisamente, a poner fin a la discriminación. Así, Douglass afirmaba que «la declaración de derechos humanos contenida en la gloriosa Declaración de Independencia, […] no es una jactancia vacía ni una mera floritura retórica, sino una verdad sobria […] que debe llevarse a la práctica de buena fe» (Douglass en Wells et al., 1999: 8). El «falso universalismo» (Barrère, 2011: 54) de las declaraciones liberales de derechos podía convertirse en verdadero si las leyes y las instituciones permitían participar a la población negra de la vida social y política en igualdad de condiciones.
Estas ideas conectarían con el celebérrimo discurso de Martin Luther King en 1963 «I have a dream», en el que habló de un cheque por cobrar (check to cash) por parte de los afroamericanos. King se refería a la «promesa de igualdad» hecha por el presidente Lincoln en la Proclamación de Emancipación de 1863, pero no solo: también a las promesas de libertad e igualdad de las primeras declaraciones liberales (De Lucas, 2020: 112-113). Era hora de que la población negra también cobrara este cheque que, de forma injusta, no se había emitido para ellos, pero del cual eran plenamente merecedores.
Como se apuntaba al inicio de este apartado, Wells consideraba una oportunidad perdida que su país excluyera de manera tan constante y dolorosa a la población afroamericana. Una entre las tantas instancias de exclusión había sido la exposición universal, y con ello el país había perdido la ocasión de mostrar al mundo que realmente podía estar a la altura (live up) de los valores que proclamaba (Rydell en Wells et al., 1999: XXXII). Seguir dejando fuera a la población afroamericana dejaba irrealizadas las promesas emancipatorias de las declaraciones fundacionales y, con ello, la legitimidad de la democracia y las instituciones americanas se veía resentida. Así, esta exclusión era una pérdida, obviamente, para el colectivo excluido, pero también para el país en general, pues traicionaba sus propios valores.
Esta visión se puede observar también en el documento fundacional de la NAACP, en el que se habla de la «creciente opresión que enfrentan nuestros […] conciudadanos de color como la amenaza más grande que enfrenta el país», y se afirma que esta «persecución sistemática» de la población negra «es un crimen que en última instancia arrastrará a un final infame a cualquier nación que permita que se practique» (Platform, 1909).
Así, a la población negra no se le había permitido formar parte del pacto social fundacional de su propio país, pero Wells insistía en que era tiempo de acabar con esta exclusión. Defendía lo que Arendt llamó el «derecho a tener derechos» (2017: 420), que se expresaría, explica Bea, en la «pertenencia, por el vínculo de la ciudadanía, a una comunidad política jurídicamente organizada», en «ser reconocidos como sujetos, poder exigir responsabilidades» y, como reclamaba constantemente Wells en el contexto de los linchamientos, en «tener algún tipo de protección institucional [y] ser juzgado por las propias acciones en virtud del principio de legalidad» (Bea, 2023a: 590).
Wells ofrece una visión de la igualdad como no discriminación[14] que conectaría con nociones más amplias, reivindicativas y actuales de la igualdad, como el paso de la igualdad formal a la igualdad material[15], la acentuación de la igualdad de oportunidades o el reconocimiento de las diferencias (Añón, 2001: 44-47, 58; Solanes, 2019: 36). Para ella, la igualdad como no discriminación es el soporte esencial para reclamar sus derechos como ciudadana y el fin de la violencia, las exclusiones y opresiones basadas precisamente en esa discriminación. El hecho de que de facto las personas afroamericanas hayan estado excluidas no significa que lógicamente deban estarlo, ni siquiera considerando los textos fundacionales de su país, sino precisamente por tenerlos en cuenta; para Wells, el principio de igualdad, incluso meramente formal, llama al fin completo de la discriminación.
Wells demanda su inclusión como ciudadana americana, como sujeto de derecho en pie de igualdad. Ante la continua negación de este derecho, movimientos y autores posteriores se han situado al margen del proyecto americano, incluso en su contra, pues ese proyecto «les excluye, no ha contado ni cuenta nunca con ellos» (De Lucas, 2020: 113). No es el caso de la NAACP, ni de Wells, Ovington, Terrell y otros activistas fundadores de esta asociación, quienes consideraban, tomando la expresión de Bonner, que las instituciones y las leyes de su país estaban «dañadas [damaged], pero no de manera irreparable» (2020: 31). La NAACP, desde su fundación, ha buscado la inclusión plena de la población negra en la democracia americana y los valores que esta propugna, por medio de vías legales e institucionales, no siendo esto óbice para mostrar un talante crítico con las injusticias derivadas de los prejuicios y la discriminación racial.
Wells fue una firme defensora del derecho al voto, tanto de los afroamericanos como de las mujeres. En este ámbito, nuevamente, serán las mujeres negras las que experimentarán un mayor grado de discriminación, por la intersección entre sus diversos elementos de opresión.
Como se ha comentado, el derecho de voto para los varones afroamericanos fue reconocido en la decimoquinta enmienda de la Constitución de EE. UU., aprobada en 1870. Para entender el contenido de esta enmienda, es preciso contextualizarla en la mencionada «tríada» de la reconstrucción (Tushnet, 2015: 237) y los avatares de la época. En esta tríada encontramos, en primer lugar, la enmienda decimotercera, que proclamaba en 1865: «Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto[16] como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto», en suma, la abolición de la esclavitud. La decimocuarta enmienda reconoció en 1868 el derecho a la ciudadanía de los afroamericanos, con esta afirmación: «Toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, y sujeta a su jurisdicción, es ciudadana de los Estados Unidos y del estado en que resida.» Se trata de un derecho básico, del cual se derivarán muchos otros, condicionados, precisamente, al estatus de ciudadano (ibid.: 22).
El reconocimiento de la ciudadanía a los afroamericanos, como sabemos, había sido negado en tanto que eran esclavos, considerados no personas, propiedades en manos de sus amos. Esto, de manera lógica, llevaba a la relación directa entre libertad y ciudadanía: aquellos esclavos que habían adquirido la libertad sí eran considerados ciudadanos. De hecho, desde principios del siglo xix había (pocos) afroamericanos que participaban de la vida pública como jueces, políticos, etc. Sin embargo, en 1857, cuando la esclavitud se mantenía únicamente en el sur, el Tribunal Supremo de EE. UU. dictaminó en el caso Dred Scott (60 U. S. 393) que se debía negar la ciudadanía también a aquellos antiguos esclavos que habían adquirido su libertad. Esta sentencia sostuvo que el Congreso de EE. UU. no tenía potestad para prohibir la esclavitud, pues era decisión de los estados individuales, y que los negros no podían reclamar un derecho a la ciudadanía según la Constitución.
Basándose en el hecho, o la idea[17], de que los negros habían estado excluidos del pacto constitucional, pero no solo eso, sino que esto era lo correcto y debía perpetuarse, el Tribunal afirmó, efectivamente, que «no están incluidos, ni era la intención incluirlos, en la palabra "ciudadanos" en la Constitución, y por ello no pueden reclamar ninguno de los derechos y privilegios que este instrumento provee y asegura para los ciudadanos» y que únicamente podrían tener aquellos derechos que les concedieran los estados. De este modo, se provocaría una suerte de «ciudadanía dual» (Finkelman, 2007: 37-38), por la cual había negros que sí eran considerados ciudadanos en sus estados, pero no en el resto del país. Así, en contra de lo que después defendería Wells y confirmando el racismo y el clasismo que destilaban, quizás no los textos fundacionales literales, pero sin duda sí la interpretación que de ellos se hacía, el Tribunal Supremo decidió que, con la Constitución en la mano, no se podía considerar ciudadanos a los afroamericanos.
Esta sentencia fue enormemente controvertida por tomar una postura «extremadamente pro esclavitud» y se considera uno de los elementos catalizadores del inicio de la guerra de Secesión (Finkelman, 2007: 33). En parte, la tríada de enmiendas de la reconstrucción se redactó para anular los efectos de Dred Scott. Sin embargo, vemos cómo los argumentos y la mentalidad que los apoyaba siguieron teniendo un gran peso durante toda la vida de Wells y en las décadas posteriores.
En cuanto a la decimoquinta enmienda, declara el «derecho de los ciudadanos de los Estados Unidos a votar» y afirma que este «no podrá ser denegado [denied] o limitado [abridged] por los Estados Unidos o por cualquier estado por motivos de raza [race], color o condición anterior de servidumbre». Es decir, reconoce el derecho a voto sin discriminación, pero considera únicamente tres condiciones de discriminación a modo de numerus clausus, y que, además, se refieren prácticamente al mismo colectivo: los varones negros estadounidenses. La enmienda es una prohibición a los poderes públicos de restringir el derecho al voto por las razones mencionadas, pero no por otras, como podrían ser, y de hecho fueron, el sexo, el estatus económico o el nivel educativo.
Es por ello que, a pesar de estas enmiendas, en el tiempo del nadir, junto con las leyes de segregación, empezaron a multiplicarse, primero, las prácticas fraudulentas para eliminar o anular el derecho a voto y, posteriormente, leyes locales y estatales que lo restringían, no de manera directa por la «raza», el «color» o esta condición previa de esclavitud, sino incluyendo únicamente a aquellos varones que, en primer lugar, se registraran y, además, cumplieran otra serie de requisitos, como exámenes de alfabetización o la presentación regular de declaraciones de impuestos. Estas reformas iban destinadas, de manera más o menos explícita, a expulsar a los votantes negros del sistema y, aunque también había ciudadanos blancos que se veían perjudicados por ellas, la población negra se vio afectada en un grado mucho mayor (Perman, 2001: 10-11, 29).
En los textos de Wells vemos frecuentes denuncias a esta privación o negación del derecho al voto (disfranchisement), como una más de las prácticas discriminatorias y opresivas a las que se ve sometida la población negra. Para Wells, lo más preocupante del disfranchisement, aparte de la discriminación en sí, era que provocaba una falta de representantes negros en las altas instancias políticas y judiciales, lo que llevaba a una casi total ausencia de fuerza de trabajo y participación negra en los cuerpos ordinarios del sistema judicial y penitenciario. Wells denunciaba que «los jueces, jurados, sheriffs y funcionarios de prisiones [eran] todos blancos» (2020: 86), que «los hombres blancos controlaban todas las fuerzas de ley y orden» y que «los negros no tenían ni poder político ni fuerza económica» para hacer valer sus derechos (ibid.: 61). Esto, en el evento de una acusación de delito, hacía casi imposible que los negros recibieran un trato justo, bien porque quedaban expuestos a linchamientos, bien porque, incluso dentro del sistema judicial, el racismo se hacía patente con constantes y duras condenas sin suficientes pruebas.
En definitiva, el disfranchisement no solo era la vulneración del derecho contenido en la decimoquinta enmienda, sino que llevaba a la violación de muchos otros derechos, pues tenía como resultado leyes, prácticas y decisiones que continuaban perpetuando la violencia impune y la falta de oportunidades para la población negra.
Este problema se alargó hasta bien entrado el siglo xx. En 1909, con ocasión del centenario del nacimiento de Abraham Lincoln, Wells firmó, junto a Jane Addams y otros activistas, un manifiesto que llamaba al fin del disfranchisement para lograr la emancipación que el presidente había proclamado casi cincuenta años antes (ibid.: 274). En esta línea, el documento fundacional de la NAACP denunciaba que a la población negra se le había «robado prácticamente toda [posibilidad de] participación en el gobierno» por medio del «disfranchisement basado únicamente en su raza», y que esto era una pérdida, obviamente, para los negros, pero también para los blancos que quedaban privados del derecho a voto y, en definitiva, para la democracia americana en su conjunto (Platform, 1909).
Bien entrado el siglo xx, Martin Luther King denunciaba que se seguían utilizando «todo tipo de métodos retorcidos» con tal de impedir o disuadir a los negros registrarse como votantes, y consideraba la negación de este derecho una «traición a los grandes mandatos de nuestra tradición democrática» (1957: 210). En 1965 se aprobó la ley de derecho de voto (Voting Rights Act), que prohibió de manera definitiva muchos de los requisitos que habían provocado esta expulsión del sistema electoral de las personas afroamericanas. Hoy en día, el problema de la privación del derecho de voto para los afroamericanos se centra principalmente en el sistema penal y penitenciario de EE. UU. Aquí se alzan voces como la de Davis (2023: 31) o Alexander (2012: 197-201), que denuncian estos sistemas como maquinarias de disfranchisement de la población afroamericana, pues las personas condenadas por delitos graves son privadas del derecho a voto, algunas veces de manera temporal, otras definitiva.
Como apuntábamos, Wells fue defensora del derecho al voto también para las mujeres, incluyendo a las mujeres negras. En este ámbito se encontró con grandes dificultades y más en soledad que al defender el derecho de voto de los varones negros.
La conexión del movimiento sufragista estadounidense con el racismo ha sido estudiada y probada, aunque está llena de matices que todavía dejan cuestiones abiertas. La NAWSA (National American Woman Suffrage Association, fundada en 1890), el principal organismo de defensa y petición del derecho a voto, fue liderada por mujeres blancas de clase media-alta, como Susan B. Anthony (1820-1906) o Elizabeth Cady Stanton (1815-1902). Por su parte, las mujeres negras estaban infrarrepresentadas en los grupos sufragistas, normalmente por su situación educativa y socioeconómica, que no les dejaba ni tiempo ni recursos para esas ocupaciones y que también les hacía relativizar la importancia que adquirir este derecho podía llegar a tener en sus vidas y las de sus familias.
Sin embargo, sí hubo importantes sufragistas negras que pusieron el acento en que el movimiento también era de ellas y para ellas. Desde una visión crítica, Sojourner Truth, en 1851, lanzaba la célebre pregunta «¿acaso no soy una mujer?» (ain’t I a woman?)[18] y, ante los avances y las promesas para los afroamericanos y las mujeres (blancas), se preguntaba por «los derechos de las mujeres de color», denunciando que «nadie se preocupa por ellas» (Truth, 2012: 62). Otras sufragistas negras posteriores, como Charlotte M. Rollin (c. 1847-1928), Anna J. Cooper (1858-1964), la mencionada Mary Church Terrell o la propia Wells lucharon con convicción y constancia para que en 1919 se aprobara la decimonovena enmienda, que con una fórmula idéntica a la decimoquinta reza: «El derecho de los ciudadanos de los Estados Unidos a votar no podrá ser denegado o limitado por motivos de sexo.»
Como apuntábamos, el movimiento sufragista estadounidense ha estado fuertemente ligado a la población blanca y, de hecho, como han documentado Cohen (1996) y Johnson (2020), a lo largo del siglo xix y principios del xx se encuentran instancias de abierto racismo por parte de algunas líderes sufragistas. Ciertas declaraciones y actitudes racistas se debieron a una difícil combinación de auténticos prejuicios injustificables, mezclados con la lucha legítima por que las mujeres no quedaran siempre en último lugar, que llevaba a demandar que los derechos de otros colectivos oprimidos no fueran reconocidos antes que los de las mujeres.
Así, en el contexto de la redacción de la decimoquinta enmienda, una de las asociaciones precursoras de la NAWSA, la NWSA (National Woman Suffrage Association) se opuso a su aprobación, precisamente por no incluir el sexo como una de las posibles causas de discriminación. Esto llevó a las sufragistas, aunque por obvias razones diferentes, a situarse al lado de los sectores más racistas de la sociedad.
A estos elementos se unió también un sentido práctico por avanzar la causa, esto es, de buscar la oportunidad política para que las demandas de las mujeres fueran mejor escuchadas. En este sentido, parte del movimiento sufragista hizo alarde de un «esencialismo» en el que las mujeres blancas se erigían como «madres» de la nación americana (Cohen, 1996: 710), mientras que las personas de otras etnias y orígenes (afroamericanos, migrantes y, por supuesto, también las mujeres pertenecientes a estos grupos) eran una amenaza para la «identidad americana» (ibid.: 716)[19]. Así, se buscó una «alianza blanca» entre varones y mujeres (ibid.: 721), argumentando que la inclusión de las mujeres blancas podía, de hecho, beneficiar a los varones blancos porque ambos grupos compartían orígenes y valores, mientras que la inclusión de otros colectivos podía mermar la «identidad nacional blanca» (ibid.: 709). Cohen, además, argumenta que, a pesar de la supuesta conveniencia de estas estrategias, el hecho fue que el movimiento sufragista «reforzó el rol separado y subordinado de las mujeres en la vida política» y «contribuyó a la opresión de las mujeres no blancas» (ibid.: 724).
Wells conoció a Susan B. Anthony y en su autobiografía le dedica unas palabras a su «querida buena amiga», resaltando de ella que tenía una gran capacidad de escucha y que estuvo de su lado en la lucha antirracista, apoyándola y animándola a hablar en público para denunciar las injusticias que Wells conocía de primera mano.
A menudo Anthony y Wells no estaban de acuerdo, pues la primera defendía que el voto femenino era lo prioritario y que los grandes problemas de su país se resolverían cuando este se garantizara. Wells cuenta que cuando hablaban de «injusticias, desigualdades, mala aplicación de la ley, Miss Anthony siempre decía esperanzada: "Bueno, cuando las mujeres consigan el voto [ballot], todo eso cambiará"», pero Wells consideraba que la situación política y social, especialmente la de la población afroamericana, cambiaría más bien poco con el voto femenino (2020: 193).
Anthony practicó el llamado «enfoque de un solo tema [single issue]», esto es, la idea de priorizar el voto femenino frente a todas las demás causas políticas y sociales (Cohen, 1996: 719). Esto llevó a que en ocasiones sí se convirtiera en aliada de enfoques esencialistas y racistas. Por ejemplo, en 1895 pidió a Frederick Douglass, quien había estado presente en la convención de Seneca Falls de 1848 y era un firme aliado de la causa sufragista, que no asistiera a la primera convención de la NAWSA en el sur del país, en Atlanta, por temor a herir «los sentimientos del sur hacia la participación de los negros en condiciones de igualdad». En este viaje también rehusó ayudar a un grupo de mujeres negras a formar una asociación sufragista, siempre «por un tema de conveniencia [expediency]» (Anthony en Wells, 2020: 193). Anthony le preguntó a Wells si consideraba que había obrado mal en esas ocasiones, y Wells le contestó «un sí inflexible, pues yo sentía que, aunque eso le hubiera reportado ganancias para la causa sufragista, también había confirmado la actitud segregacionista de las mujeres blancas» (ibid.: 193).
En todo caso, ambas se tenían un gran respeto mutuo y entendían las dificultades de las luchas que lideraban. Wells recordaba con cariño los «días valiosísimos en que me senté a los pies de esta pionera y veterana del trabajo por el sufragio femenino» (2020: 192), quien «hizo tanto por otorgar a las mujeres […] una participación [equal share] en todos los privilegios de la ciudadanía» (ibid.: 193).
Wells vivió en propia carne las constantes exclusiones, más o menos explícitas, que las mujeres negras sufrieron dentro del movimiento sufragista. A principios del siglo xx se unió al grupo sufragista de Chicago WSA (Women’s Suffrage Association) y constató la dificultad de lograr que las mujeres negras se interesaran por el derecho al voto. Además, pronto vio que los esfuerzos de la WSA se centraban, una vez más, en conseguir el voto para las mujeres blancas (Johnson, 2020: 394). Por ello, en 1913 decidió formar su propia asociación: el Alpha Suffrage Club, dedicado al derecho al voto de las mujeres negras. En esta empresa contó con el apoyo de dos mujeres blancas: Belle Squire (1870-1939) y Virginia Brooks (1886-1929). Wells rememora: «Las mujeres que se unieron [al club] mostraron muchísimo interés cuando les mostré que podíamos usar nuestros votos para la mejora de nuestras condiciones y las de nuestra raza», y ella también vivió la necesidad de buscar alianzas con los varones negros. Ante las reticencias machistas, en ocasiones incluso agresivas, hacia la participación de las mujeres en la política, «les dijimos [a los hombres] que queríamos ayudar a que hubiera un hombre de color en el ayuntamiento» y constató que «este argumento les atrajo mucho» y que hizo que ganaran apoyos, o que, al menos, las mujeres del club pudieran trabajar sin que las molestaran (ibid.: 295).
Como presidenta del Alpha Suffrage Club, Wells asistió una importantísima manifestación sufragista que tuvo lugar en Washington DC ese mismo año. Esta manifestación, organizada por la NAWSA, trató de reunir a todas las asociaciones sufragistas del país, por lo que las mujeres negras también estaban invitadas. Sin embargo, la organización del evento pidió a las participantes negras que se situaran al final de la comitiva, para no ofender a las mujeres blancas del sur, pero Wells se negó. Al momento de comenzar la manifestación, Wells se unió a sus compañeras blancas de Chicago, Squire y Brooks, quienes la dejaron en el centro para protegerla y así marchar juntas todo el recorrido. (Chicago Tribune, 1913: 5; Ware, 2019: 101-103).
El estudio de la figura de Wells muestra con nitidez las dificultades especiales enfrentadas por las mujeres negras en el acceso a un derecho básico de la democracia como es el derecho al voto. En el proceso de reconocimiento y garantía de este derecho en Estados Unidos, las mujeres negras formaron parte de un colectivo singularmente excluido, ignorado y atacado cuando lo reclamaron. Tras la aprobación de la decimoquinta enmienda, las mujeres negras tuvieron que esperar cinco décadas a que la discriminación por sexo fuera prohibida; por su parte, la decimonovena enmienda supuso una «victoria agridulce» (Johnson, 2020: 386), pues las mujeres negras siguieron teniendo que enfrentar las restricciones que vivió la población negra por muchas décadas más.
Entre finales del siglo xix y principios del xx hubo un importante cuerpo de pensamiento y activismo antirracista liderado por mujeres en los Estados Unidos, con ideas novedosas y comunicación entre diferentes corrientes, con el punto común de impulsar un «antirracismo basado en la igualdad» (Solanes, 2019: 37). Estas ideas influirían en las luchas políticas y sociales que vendrían en las décadas posteriores, como el movimiento por los derechos civiles o las diversas olas feministas.
Este artículo ha pretendido sacar a la luz a una de estas autoras, Ida B. Wells, para poner en valor su trabajo valiente y honesto por la igualdad y en contra de la discriminación.
Wells identificó la exclusión y violencia sufrida por los colectivos oprimidos como fruto de ideologías machistas y racistas injustificables y, al exponerlas, fue un actor clave en la lucha por ponerles fin.
En la filosofía jurídica se ha destacado el papel del derecho como «vehículo privilegiado de inclusión/exclusión» (Añón, 2001: 29). Sin duda, el derecho debe tener como misión principal acabar con todo tipo de violencia y discriminación (Ballesteros, 1973: 159), exigencias que conectan con las demandas seculares de los grupos sistemáticamente oprimidos (Bellver, 2021: 7). Wells, desde esta conciencia, abogó por el reconocimiento legal y el respeto real de los derechos fundamentales de la población afroamericana y las mujeres, con conocimiento de las múltiples opresiones que ella misma enfrentó como mujer negra.
Desde la reflexión jurídica también se ha resaltado el importante papel de la ciudadanía en la promoción y realización de los derechos fundamentales, de modo que la defensa de la justicia es, o debería ser, tarea de todas las personas. Como afirma Bea, «solo es posible resistir al mal desde la conciencia de nuestra responsabilidad y nuestros deberes ante todo aquello que vulnera la dignidad humana»; Wells fue víctima y testigo de numerosas opresiones, y desde ahí asumió su actividad incansable de protesta y lucha contra ellas. De este modo, entendió la reivindicación de los derechos como una obligación «de decir en voz alta aquello que está silenciado y sacar a la luz aquello que está marginado o excluido»; luchar por los derechos no sería solo «luchar por “mis” derechos, sino por los derechos de todos y, prioritariamente, por los derechos negados a quienes no pueden expresar sus demandas o carecen de visibilidad» (Bea, 2023b: 109).
Wells mostró una fe en los instrumentos jurídicos y políticos que, lejos del conformismo y la inacción, se vio traducida en un empeño por escribir, criticar, denunciar y manifestarse por mejorarlos y acercarlos a sus ideales inspiradores. Su vida, sus ideas y su gran trabajo por la igualdad merecen ser conocidos y discutidos, planteando retos a la ciudadanía actual.
[1] |
Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i MUVAN, «Mujeres a la vanguardia del activismo entre siglos (xix y xx): influencias en la filosofía femenina» (PID2020-113980GA-I00, financiado por MCIN/AEI/10.13039/501100011033). |
[2] |
Jim Crow era un personaje estereotípico negro representado en los teatros estadounidenses a principios del siglo xix, en los que actores blancos con la cara pintada (blackface) mostraban los peores prejuicios de la época. Por un tiempo, se usó la expresión para referirse peyorativamente a la población afroamericana, y después su uso pasó a designar las leyes de segregación (Cockrell, 1997: 62-65). |
[3] |
Barrère y Morondo utilizan el vocablo subordiscriminación en estudios feministas «porque la definición jurídica de la discriminación al uso (ruptura de un principio de igualdad de trato baso de la indiferenciación) resulta insuficiente» (2011: 17). Con la idea de subordiscriminación, las autoras proponen describir las situaciones en que se da una suma de dos fenómenos conectados: la discriminación, ligada a la ruptura del principio de igualdad, y la subordinación, ligada a la dominación de un grupo sobre otro. Así, definen la subordiscriminación como «la ruptura de la igualdad en un contexto de dominación» (28). La situación de la población afroamericana en este contexto también se puede caracterizar, según la propuesta de Young (2000: 74), como de opresión, la cual tiene además un componente sistémico o estructural. Young propone así un uso amplio de la opresión, donde cabrían tanto las injusticias explícitas, más frecuentes y protagónicas en los años que estamos tratando, como las más sutiles, que empezarían a ganar terreno a lo largo del siglo xx. La opresión vendría conformada por «las profundas injusticias enraizadas en normas y estereotipos que sufren algunos grupos, que estructuran al Estado y al mercado, y que no resultan necesariamente evidentes o intencionales» (Barrère y Morondo, 2011: 19). Desde estudios feministas interseccionales, como veremos, se ha resaltado la especial subordiscriminación y opresión que han enfrentado y enfrentan las mujeres negras. |
[4] |
La teoría mudsill, muy extendida en los estados del sur en la época de la esclavitud, defendía que la sociedad debía estar jerarquizada en dos clases, con los blancos en la clase superior y los negros abajo, encargados de realizar los trabajos más básicos, a modo de cimiento bajo tierra (lo que sería, literalmente, un mudsill). (Fredrickson, 1988: 24). |
[5] |
Los autores y autoras de este tiempo a menudo mezclan las palabras negro y colored, pero suelen usar, por un lado, negro (que hemos traducido como «negro(s)/a(s)») para referirse a las personas propiamente negras o afroamericanas (expresión que en los años sesenta y setenta del siglo xx empezaría a sustituirse por black o african-american), y, por otro lado, colored (que en la actualidad se ha sustituido por people of color) para englobar, en algunas ocasiones, a todos los afroamericanos, incluyendo aquellos con ascendencia también blanca y, en otras ocasiones, a todas las personas no blancas o caucásicas. Seguramente, la expresión actual más ajustada a este segundo uso de colored sería «persona racializada», pero, por mayor coherencia con el tono de la época, hemos decidido traducirlo en general como «de color». |
[6] |
Aunque sería más preciso el uso de «etnia» que de «raza», en general preferiremos el segundo vocablo al primero, pues ofrece una traducción más fiel a la palabra race, no ethnicity, que utilizaban Wells y sus contemporáneos. Además, como apunta Solanes, aunque la palabra «raza» no identifica ninguna realidad biológica y las doctrinas de superioridad racial son, además de condenables moralmente, científicamente falsas, se sigue hablando de «racismo», «discriminación racial» y conceptos similares; «no hay razas, pero sí racistas» (2019: 37). |
[7] |
Esta sentencia del Tribunal Supremo de EE. UU. fue precisamente resultado de una demanda promovida por la NAACP. Cabe mencionar como precedente a otra de las cofundadoras de la NAACP, Mary Church Terrell, quien en los años cincuenta protagonizó acciones de desobediencia civil en Washington DC y en 1953 logró, mediante una demanda que llegó también al Tribunal Supremo, que se declararan ilegales todas las prácticas de segregación de la ciudad en el caso Thompson Restaurant (346 U. S. 100). |
[8] |
De este modo, un linchamiento sería una especie agravada de pena «avergonzante» (shameful) destinada a castigar crímenes injustificables. Con este término, Pérez Triviño se refiere a los castigos aplicados directamente por el grupo social para expresar su desaprobación moral y, precisamente, avergonzar al delincuente y a su familia (2001: 198, 202). |
[9] |
Con este silencio e indiferencia se encontraban también activistas del norte, como Mary White Ovington, quien también publicaba artículos y panfletos de denuncia de los linchamientos, y, que cuando trataba de recabar el apoyo de personalidades para que se pronunciaran en contra de ellos en declaraciones públicas o firmas de manifiestos, solía encontrarse con negativas sin argumento, ya que, simplemente, «la campaña antilinchamientos no les interesaba». Ovington comentaba por ello en los años treinta que «la indiferencia es más difícil de enfrentar que el prejuicio [racista]» (1995: 70). |
[10] |
Las mujeres (blancas) sí que tuvieron representación, con un departamento y edificio propios, presidido por la filántropa Bertha Palmer (1849-1918). Aunque esto de alguna manera también las dejaba aparte, en el edificio trabajaron enteramente artistas y profesionales mujeres, lo que sirvió para darles proyección y relevancia (White, 1893: 437-442). |
[11] |
En el documento oficial de más de seiscientas páginas, The World’s Columbian Exposition, donde se detalla el contenido de todos los departamentos y edificios de la delegación estadounidense, solo aparecen mencionados sujetos negros en un par de ocasiones, como personajes anónimos en alguna obra o instalación artística, y ninguna mención relevante, ni mucho menos denuncia o crítica, a la esclavitud (182, 464, 510, 578). La población indígena (llamada Indian) sí que aparece en muchas más instancias, pero retratada bien como personajes pintorescos ornamentales, bien como seres salvajes y sin cultura. |
[12] |
Se trataba de un sistema de «arrendamiento» de mano de obra forzosa por parte empresas privadas. |
[13] |
Solanes arguye, además, que este racismo sistémico se sigue encontrando, en mayor o menor medida, en las sociedades democráticas actuales, pues también tienen en su «germen ideas racistas que se aceptan como naturales» y por ello no siempre resultan fáciles de identificar y revertir (2019: 37). |
[14] |
La no discriminación es, precisamente, una de las acepciones de la igualdad formal según Barrère (2019: 46). |
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De hecho, para Aparisi el principio de no discriminación puede entenderse como «puente» entre la igualdad formal y la igualdad material (1995: 292). |
[16] |
Algunos autores apuntan a que esta excepción ha dado lugar a que se haya usado el sistema de prisiones, con la encarcelación masiva de personas afroamericanas, para privarlas de derechos, a pesar del propósito originario de la enmienda. Esta es la tesis del documental «Enmienda XIII» (13th, DuVernay, 2016), cuyo resumen promocional es «de esclavo a delincuente, en una enmienda». En esta línea, Alexander denuncia un sistema de justicia penal que se dedica a «etiquetar a las personas de color como «delincuentes» y volver a caer en todas las prácticas que supuestamente habíamos dejado atrás. […] Una vez que se te etiqueta como delincuente, de pronto se vuelven legales […] las antiguas formas de discriminación» (2012: 2). |
[17] |
Finkelman apunta a que en algunos estados había negros libres que eran representantes políticos y votaban en el tiempo de la aprobación de la constitución, en 1789 (2007: 32). En todo caso, esta exclusión de los pactos fundacionales sigue siendo un hecho real y complejo que hemos tratado brevemente en las anteriores páginas. |
[18] |
La expresión original, con la construcción ain’t, además, muestra la intención de dignificar el uso del dialecto inglés afroamericano, el llamado AAVE (African American vernacular English). |
[19] |
Como apunta Johnson, no se ha documentado suficientemente el rol de otras mujeres racializadas, como latinas, asiáticas o nativas americanas, quienes, desde sus situaciones específicas, también enfrentaron discriminación (2020: 386, 396). |
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