RESUMEN
En este texto se analiza la triple violación al principio de independencia en los procesos judiciales disciplinarios que en Colombia adelanta la Procuraduría General de la Nación pues, en virtud de la Ley 2094 de 2021 y el Decreto Ley 1851 de 2021, dichos procesos: a) son decididos por funcionarios de libre nombramiento y remoción, como lo son los procuradores delegados, regionales, distritales y provinciales; b) la entidad que investiga y juzga es de naturaleza administrativa y verticalmente jerarquizada, aspecto que impide garantizar la independencia interna; y c) el procurador general mantiene la facultad para asignar el trámite de los procesos al funcionario que él considere, es decir, se infringe la garantía del juez con competencia definida previamente en la ley. Emerge así el incumplimiento a la obligación internacional de garantizar que la restricción de derechos políticos por la potestad disciplinaria respete el estándar del «juez competente, en proceso penal», desarrollado por la Corte Interamericana en las sentencias de los casos Leopoldo López vs. Venezuela, Petro Urrego vs. Colombia de 2020, y la OC-28/21.
Palabras clave: Derecho disciplinario; Administración pública; debido proceso; convencionalidad.
ABSTRACT
This text analyzes the triple violation of the principle of independence in the disciplinary judicial processes carried out in Colombia by the Attorney General’s Office by virtue of Law 2094 of 2021 and Decree-Law 1851 of 2021, which processes are: a) they are decided by freely appointed and removed officials, such as the delegated, regional, district and provincial attorneys, b) the entity that investigates and judges is administrative in nature and vertically hierarchical, an aspect that prevents guaranteeing internal independence, and c) the attorney general maintains the power to assign the processing of the proceedings to the official he deems necessary, that is, the guarantee of the judge with jurisdiction previously defined in the law is violated. Thus, it emerges the failure to comply with the international obligation to guarantee that the restriction of political rights by the disciplinary authority respects the standard of the “competent judge, in criminal proceedings” developed by the Inter-American Court in the Judgments of the Cases of Leopoldo López vs. Venezuela, and Petro Urrego of 2020 vs. Colombia and OC-28/21.
Keywords: Disciplinary law; Public administration; due process, conventionality.
La determinación de las responsabilidades disciplinarias derivadas de la infracción de los deberes funcionales por parte de servidores públicos —sin distinción alguna— y de los particulares que ejercen funciones públicas, constitucional y legalmente, en Colombia se había confiado como función administrativa al control externo a cargo de la Procuraduría General de la Nación (en adelante Procuraduría) y al control interno existente en cada entidad pública.
La Procuraduría es un organismo autónomo dentro de la estructura del Estado, independiente de las ramas del poder público, dirigida por una autoridad monocrática, como lo es el procurador general de la Nación, cargo que tiene un origen político al ser elegido por el Senado de la República, según el art. 276 constitucional. Dentro de sus funciones tiene la de «ejercer vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñen funciones públicas, inclusive las de elección popular», para lo cual puede desvincular del cargo al funcionario que cometa una falta disciplinaria, como consagran respectivamente los arts. 277 n.º 6 y 278 n.º 1 de la Constitución de 1991, decisión que trae como consecuencia la inhabilidad o inelegibilidad para el acceso a nuevos empleos públicos durante varios años, según la gravedad de la falta cometida, lo que ha sido regulado en los arts. 30 n.º 1 de la Ley 200 de 1995, 45 n.º 1 de la Ley 734 de 2002 y 48 de la Ley 1952 de 2019.
Legalmente, se ha reconocido al procurador general la competencia privativa para ejercer el control disciplinario de todos los servidores públicos de elección popular; además, respecto de los particulares que ejerzan función pública y algunos altos directivos de entidades públicas nacionales y territoriales. En virtud del poder preferente reconocido por la misma Constitución de 1991, también puede investigar a cualquier servidor público, pues desplaza la competencia del control interno disciplinario y prosigue el proceso en la etapa en la que se encuentre.
Para el ejercicio de las competencias disciplinarias confiadas al procurador general, el presidente de la República, como legislador delegado en virtud del art. 150 n.º 10 constitucional, siguiendo el canon constitucional que permite al procurador ejercer sus funciones «por sí o por medio de sus delegados y agentes», como expresa el art. 277 n.º 6 constitucional, a través del Decreto Ley 262 de 2000 diseñó la Procuraduría como una entidad jerarquizada en la cual el procurador general puede nombrar y remover discrecionalmente a los procuradores delegados, regionales, distritales y provinciales que ejercen control disciplinario sobre los servidores de elección popular, como prevén en cada caso los arts. 82 literal a), 165 y 182 del Decreto Ley 262 de 2000, y 25, 75 y 76 del Decreto Ley 262 de 2000.
Este diseño del control disciplinario en Colombia viene a ser trastocado parcialmente por la Sentencia del caso Petro Urrego vs. Colombia de 2020 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), la cual, con unas interpretaciones literal y teleológica del art. 23.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante CADH), sostiene que la restricción a los derechos políticos solo puede hacerse «por acto jurisdiccional (sentencia) del juez competente en el correspondiente proceso penal» y no por un órgano administrativo como lo es la Procuraduría; criterio reiterado en la Opinión Consultiva OC-28 de 2021, bajo el entendido de que el estándar del juez competente en proceso penal se exige respecto de «las restricciones a los derechos políticos impuestas por vía de una sanción a una persona en particular».
Como se ha sostenido en otro espacio, dicho estándar convencional se orienta a extender a los derechos políticos a elegir y ser elegido las mismas garantías procesales que tiene la libertad personal (Camargo y Duarte, 2021). Este criterio es coherente con el contexto latinoamericano, en el que tradicionalmente al enemigo político se le priva de la libertad o excluye por la lucha del poder político (Camargo, 2019). En consecuencia, la Corte IDH le ordenó a Colombia adecuar su ordenamiento jurídico para que las sanciones disciplinarias, cuando restrinjan el sufragio pasivo, es decir, el derecho a acceder y permanecer en el empleo a los servidores públicos de elección popular, sean impuestas por un «juez competente en proceso penal».
Como consecuencia de lo anterior, el control externo disciplinario que se ejerce respecto de los funcionarios que son electos mediante voto popular tiene que ser concreción de la función judicial. Y así lo entendió el Congreso de la República de Colombia, pero decidió no organizar su ejercicio con jueces que orgánicamente pertenecen a la rama judicial del poder público, sino que se lo atribuyó a una entidad administrativa: a la Procuraduría, al amparo del art. 116 inciso 3.º de la Constitución de 1991, según el cual «excepcionalmente la ley podrá atribuir función jurisdiccional en materias precisas a determinadas autoridades administrativas».
En efecto, por intermedio de la Ley 2094 de 2021, se le concedieron a la Procuraduría «funciones jurisdiccionales para la vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñan funciones públicas, inclusive los de elección popular, y adelantar las investigaciones disciplinarias e imponer las sanciones de destitución, suspensión e inhabilidad». Allí, además, se incorporan al proceso disciplinario varias garantías típicas del proceso penal: se implementan la imparcialidad objetiva y la doble conformidad, se derogan los procesos de única instancia, y se crea el recurso extraordinario de revisión respecto de los actos jurisdiccionales de la Procuraduría, que decide la jurisdicción de lo contencioso-administrativo, que sí pertenece a la rama judicial.
A pesar de incluirse la independencia como un nuevo principio del proceso disciplinario, la Ley 2094 de 2021 reguló apenas parcialmente el régimen jurídico-laboral de las autoridades administrativas que ejercen función judicial en materia disciplinaria: creó la Sala Disciplinaria de Juzgamiento de Servidores Públicos de Elección Popular, compuesta por tres procuradores elegidos mediante concurso de méritos adelantado por la Comisión Nacional del Servicio Civil —órgano independiente y externo a la Procuraduría y a las ramas del poder público—, para un período de cuatro años, como consagra el art. 17 de la Ley 2094 de 2021, y con competencia para resolver las apelaciones de las decisiones de los procuradores delegados, regionales, distritales y provinciales. Aunque el Congreso autorizó al presidente de la República para modificar la planta de personal de la Procuraduría, a fin de poder cumplir las nuevas garantías procesales, el Decreto Ley 1851 de 2021 mantuvo inmodificable la naturaleza de esos cargos que, siendo de libre nombramiento y remoción, deben ejercer la potestad disciplinaria, y dejó incólume la competencia del procurador general de designar al empleado subordinado que desee para adelantar los procesos disciplinarios que él escoja, es decir, modificar la competencia de la autoridad que ejerce el juzgamiento.
En este escenario, cabe preguntarse: ¿se garantiza la independencia judicial en el ejercicio del control disciplinario de servidores públicos de elección popular cuando el procurador general puede discrecionalmente remover a las autoridades administrativas que hacen el juzgamiento en primera instancia y modifica la competencia para su conocimiento cuando lo desee?
Enseguida se sostiene una respuesta negativa como tesis: el régimen jurídico de los empleos de libre nombramiento y remoción de los procuradores que en primera instancia adelantan y deciden procesos disciplinarios en contra de servidores públicos de elección popular no goza de la independencia que exige la noción convencional y constitucional del juez competente.
Se evidencia, así, un problema grave para el sistema constitucional colombiano, que debe ser resuelto por su justicia constitucional a través de una sentencia sustitutiva que expulse del ordenamiento jurídico la disposición legal que actualmente consagra a los procuradores delegados, regionales, distritales y provinciales como empleos de libre nombramiento y remoción, y prescriba que deben ser empleos de carrera, lo que sí garantiza la estabilidad en el empleo de esos procuradores y la independencia judicial interna dentro de la estructura jerárquica. Y, además, invalide la potestad del procurador general de definir el funcionario que va a realizar materialmente el proceso disciplinario.
Finalmente, debe hacerse una salvedad: el contenido del presente documento no puede llevar al lector a creer que sus autores reconocen la validez de la asignación de la función judicial disciplinaria a la Procuraduría. En este sentido, la Corte IDH, en Resolución del 25 de noviembre de 2021 respecto de la Ley 2094 de 2021, dijo que «la reforma legal planteada por el Estado continúa permitiendo que un órgano distinto a un juez en proceso penal imponga restricciones a derechos políticos de funcionarios democráticamente electos, de manera incompatible con la literalidad del art. 23.2 de la Convención Americana y con el objeto y fin de dicho instrumento». Por el contrario, los autores consideran que solo la pueden ejercer auténticos jueces vinculados orgánicamente con la rama judicial de la Constitución de 1991. Sin embargo, en este aspecto no se profundiza por no ser el objeto de esta investigación.
Dentro de una estructura administrativa jerárquica, la discrecionalidad para el nombramiento y retiro de los servidores públicos busca garantizar que el diseño, planeación y dirección de la ejecución de las políticas, planes y proyectos se realice con personas de la máxima confianza de la autoridad con mayor jerarquía dentro la entidad pública. El viejo axioma napoleónico según el cual «deliberar es para muchos; administrar es el acto de una persona» (García, 1972: 41) es reiterado y necesita de una jerarquía robusta que «asegura la unidad de acción» entre los órganos internos de la Administración (Gordillo, 1998: XII-31).
En este sentido, la dogmática administrativa colombiana es coincidente en reconocer que los empleos de libre nombramiento y remoción se caracterizan por la confianza que debe existir para el ejercicio de funciones políticas y de poder (Villegas, 2010; Younes, 2018). Rincón (2009: 155) advierte que con estos no garantizan el principio de imparcialidad de la función administrativa, que solo es posible con empleados de carrera, quienes sí «pueden ejercer libremente las tareas y responsabilidades propias de los cargos que les son asignados sin que en el ejercicio de la actividad administrativa sufran la negativa influencia de los vaivenes políticos».
En el ámbito de los regímenes democráticos, el ejercicio de la competencia nominadora tiene una orientación política en cuanto influyen los resultados obtenidos en las urnas que orientan en el futuro inmediato los actos de gobierno y de la Administración. Estos empleados de libre nombramiento y remoción desarrollan las propuestas de campaña hechas programas de gobierno de los ganadores de las elecciones. En las entidades de naturaleza técnica, la orientación política se modula, aunque no se diluye, y se concreta en lograr altos estándares de eficiencia y resultados relacionados con los fines exigidos en las normas jurídicas.
En ambos ámbitos, la función directiva en la gestión pública requiere, siguiendo a Bolívar y García (2001: 291), un núcleo de discrecionalidad para la nominación de ciertos empleados, el diseño de sistemas de control y rendición de cuentas y resultados, y de determinación de responsabilidades. La primera de las responsabilidades es de naturaleza política, permeada por criterios subjetivos de conveniencia, oportunidad, necesidad y eficacia, y se transmite de la máxima autoridad jerárquica a los empleados de su confianza, y se concreta en su retiro del servicio como medida para mejorar o cambiar la gestión de la entidad pública. Dentro de la dogmática administrativista colombiana, el retiro de los empleados de libre nombramiento y remoción es una facultad discrecional que se concreta en «razones del buen servicio», amplia noción autorreferencial, que no debe ser demostrada judicialmente y permite motivar el acto administrativo respectivo. Amparado en la presunción de legalidad, quien demande debe desvirtuarla probando, por ejemplo, la desviación de poder para poder obtener su reintegro, como expone el Consejo de Estado en la sentencia del 25 de noviembre de 2017.
Empero, la remoción de estos empleados de confianza no es la primera ni la principal herramienta para orientar su actuación. Como expresa Gordillo (1998: XII-32), «el poder jerárquico abarca la totalidad de la actividad del inferior… permite controlar tanto la legitimidad (conformación con el ordenamiento jurídico) como la oportunidad (conveniencia, mérito) de la actuación del inferior». Cassagne (1998: 233) expone que el mando jerárquico se manifiesta en «dirigir e impulsar», «vigilar y controlar» la gestión de los inferiores con la rendición de informes y los recursos administrativos, asumir en cualquier tiempo los asuntos que están decidiendo y delegar en ellos las actividades que en principio le corresponden. En palabras de Rincón (2009: 173), la organización administrativa requiere de unidad y esta se logra con el principio de jerarquía, que tiene «un centro de dirección» que dispone de los «recursos humanos en forma piramidal, la cual implica sometimiento a una disciplina estricta».
Los recursos administrativos permiten dar «regularidad de la actividad administrativa», pues son instrumentos de control a las decisiones que emanan de las entidades públicas (De Asís, 2001: 631), ya que con ellos el superior puede «enmendar o corregir los errores y desaciertos de hecho o de derecho» contenidos en la decisión de la primera instancia (Berrocal, 2016: 449). Este control es de naturaleza normativa y el superior controla la producción jurídica del inferior, según los parámetros previamente dados y relacionados con la oportunidad y necesidad de protección de los derechos e intereses involucrados en el asunto (Santofimio, 2007: 286).
En el régimen constitucional colombiano, los empleos de libre nombramiento y remoción son la excepción, siendo la regla general el acceso, permanencia y retiro por el mérito, según el art. 125 superior. Es más, la Corte Constitucional, en la Sentencia C-249/12, definió al mérito como «un elemento estructural o axial de la Constitución» o cláusula pétrea intangible, de donde es un derecho subjetivo el acceso a la carrera administrativa (Rincón, 2009: 246); y, en la Sentencia C-195/13, expuso que el principal criterio para justificar un empleo como de libre nombramiento y remoción era de corte subjetivo y relacionado con la especial confianza del nominador «adicional al que se le puede exigir a todo servidor público».
En relación con los empleos de carrera, los superiores jerárquicos tienen funciones de orientación y control de sus actuaciones y decisiones. Pero su estabilidad en el empleo sí está asegurada frente a los cambios de las autoridades políticas, por eso solo pueden ser desvinculados por causas objetivas y no por el solo reproche de las labores realizadas, lo que garantiza el carácter idóneo y profesional de estos empleados.
La Constitución colombiana de 1991 diseñó la Procuraduría bajo dos notas distintivas: independencia externa frente a las demás ramas del poder público y jerarquía interna respecto de la autoridad del procurador.
La Asamblea Nacional Constituyente apostó por «concederle absoluta autonomía en relación con el Ejecutivo, para que pueda desempeñarlas en forma independiente y no bajo la dirección del Gobierno como dispone la Constitución vigente» (Gaceta Constitucional, n.º 89: 33). La Corte Constitucional ha destacado que la independencia y autonomía son características compartidas con otros órganos que se ubican fuera del tríptico del poder público, como la Contraloría y la Registraduría. Al respecto, en la Sentencia C-178/97 sostuvo que aquello es «fiel reflejo del concepto moderno de Estado social de derecho, el cual tiene fundamento, entre otros, en el principio del control efectivo de la Administración pública». En especial, se quiere a la Procuraduría independiente y autónoma del presidente de la República (Díaz, 1993: 485).
La autonomía externa de la Procuraduría ha sido entendida por Rincón (2018: 79) como «no solo la capacidad de autogestión y autoorganización, sino que además apela a la idea de decisiones no condicionadas por otros sujetos públicos así como a un obrar independiente o, lo que es igual, que no depende del ejercicio de otras competencias», algo que es especialmente sensible en materia disciplinaria, en donde el control a la Administración pública se ejerce en términos sancionatorios y de restricción a los derechos políticos.
Ahora, en relación con la estructura jerárquica, la Constitución de 1991 atribuye directamente funciones al procurador general, y la Procuraduría General de la Nación resulta ser un andamiaje institucional necesario para que aquel pueda ejercerlas. Suárez (2018: 4929) destaca que esas funciones se caracterizan porque hacen parte: «a) de fases procesales del proceso disciplinario que el propio funcionario debe instruir; b) de la participación que tiene el procurador general en la creación de la ley, bien sea en su iniciativa o en los conceptos de constitucionalidad respecto de las mismas, c) de funciones relacionadas con la dirección administrativa de la entidad».
Pareciera que el constituyente entregara su confianza al procurador general al darle una entidad diseñada a su medida para que pueda honrarla. Así, el art. 277 constitucional consagra que todas las funciones del procurador general las ejerce directamente «o por medio de sus delegados y agentes». Sobre unos y otros, la Corte Constitucional, en la Sentencia C-245/95, abordó su distinción: agente es una noción más amplia y comprende a los delegados. En común tienen que actúan en nombre del procurador, son su alter ego, de allí que en relación con ellos exista «plena potestad, autonomía de ejecución y confianza intuito personae». Al procurador están vinculados funcional e inmediatamente, de allí que la autonomía e independencia con la que los delegados y agentes actúan se pueda llegar a predicar respecto de las autoridades frente a las cuales pueden actuar, pero, como concluye la Corte Constitucional, «no con respecto al Procurador General de la Nación, del cual son dependientes o subordinados».
La autoridad del procurador general es suprema en la estructura administrativa del ente de control; es el director absoluto de todas las funciones, incluyendo la disciplinaria. Nótese que la apuesta es directa y clara: una sola autoridad y no un conjunto de personas asociadas en un ejercicio conjunto de la función pública, en el cual sus prerrogativas son dominantes en relación con todos los servidores públicos de la Procuraduría. Una cierta contradicción que en una sociedad tan plural se identifique a su representante con una estructura monocrática.
La estructura de la Procuraduría ha sido desarrollada en la Ley 201 de 1995 y los decretos leyes 262 de 2000 y 1851 de 2021; este último, proferido para permitir el ejercicio de la potestad disciplinaria como función judicial, se analiza en el acápite final de este escrito. Los decretos leyes han sido proferidos por el presidente de la República en virtud de la autorización dada por el Congreso de la República en los arts. 1 n.º 4 de la Ley 573 de 2000 y 69 de la Ley 2094 de 2021, que es permitida por el art. 150 n.º 10 constitucional. La posibilidad de que el presidente asuma la condición de legislador secundario y pueda adoptar decretos con fuerza material de ley riñe con el principio de división de poderes, pero es una competencia característica de los regímenes presidencialistas de América Latina. Que en su ejercicio llegue a definir la estructura de un órgano de control es aún más contradictorio, pues la Procuraduría no puede ser realmente independiente de la Administración pública nacional, toda vez que es en este campo en donde ocurren los actos de la gestión pública que debe vigilar y controlar cuando su director configura su diseño interno. Esta contradicción no se resuelve porque la Constitución solo prohíba conferir competencia legislativa al presidente «para expedir códigos, leyes estatutarias, orgánicas», dentro de las que no están asuntos de la Procuraduría.
Pues bien, en el Decreto Ley 262 de 2000, respecto del procurador general se reitera que es el supremo director de la entidad y tiene competencia para: a) fijar «criterios de intervención del ministerio Público en materia de control disciplinario» —art. 7 n.º 2—; b) nombrar y remover discrecionalmente a los procuradores delegados, regionales, distritales y provinciales que conocen en primera instancia los procesos disciplinarios en contra de servidores de elección popular —arts. 82 Lit. a), 165 y 182—; c) asumir el conocimiento de todo proceso disciplinario o designar su juzgamiento a cualquier procurador que él desee, en particular «cuando la gravedad, importancia o trascendencia pública del hecho lo ameriten, para lo cual podrá desplazar al funcionario del conocimiento» —art. 7 n.º 19—.
Debe advertirse que, bajo la vigencia del texto original del Decreto Ley 262 de 2000, las anteriores competencias se predican en relación con todas las funciones administrativas asignadas al procurador general y no solo a las disciplinarias. En conjunto, permiten al procurador general atender cada asunto con la diligencia que la Constitución le exige y la sociedad espera, pudiendo remover o incluso asumir él mismo cada asunto, incluyendo, desde luego, las investigaciones disciplinarias.
En lo que es de interés a este escrito, el texto original del Decreto Ley 262 de 2000 distribuía así las competencias disciplinarias:
Autoridad | Competencia | |
---|---|---|
Procurador general | Única instancia. | |
Congresistas, vicepresidente de la República, alcalde de Bogotá, ministros del Gobierno, autoridades constitucionales y sus procuradores delegados (art. 7 n.os 21 a 24). | ||
Primera instancia | Segunda instancia | |
Sala Disciplinaria (compuesta por procuradores delegados) | No tiene. | Apelaciones en contra de las decisiones de los procuradores delegados (art. 22 n.o 1). |
Delegado | Servidores públicos de rango equivalente o superior al secretario general de entidades de las ramas ejecutivas del orden nacional, legislativa o judicial, y órganos constitucionales independientes (art. 25). | Apelaciones contra decisiones de los procuradores regionales, distritales y judiciales II (art. 25). |
Regional | Diputados, concejales de las capitales de los departamentos y directivos de entidades departamentales (art. 75). | Apelaciones contra decisiones de los procuradores provinciales y judiciales I (art. 75). |
Provincial / distrital | Alcaldes de municipios que no sean capital de departamento, los concejales de estos, y directivos de entidades municipales (art. 76). | No tienen. |
Fuente: elaboración propia.
Debe advertirse que los procuradores judiciales, por regla general, son agentes del procurador ante la rama judicial y emiten conceptos no vinculantes en procesos judiciales, y solo por excepción tienen las competencias disciplinarias de los procuradores regionales y provinciales, previa delegación del procurador general, según establece el art. 39 del Decreto Ley 262 de 2000.
Es importante recordar que la Corte Constitucional, en la Sentencia C-189/98, descartó que las decisiones disciplinarias de la Procuraduría fueran providencias judiciales, de allí que sea necesario el control de legalidad ante la jurisdicción de lo contencioso-administrativo por ser actos administrativos. En el mismo sentido el Consejo de Estado, en la Sentencia de Unificación del 9 de agosto de 2016, hizo énfasis en que ningún procurador general ejerce sus competencias disciplinarias de manera autónoma e independiente debido a la estructura piramidal de la Procuraduría, por lo que sus decisiones no son intangibles para el juez administrativo, que debe hacer un control pleno sobre los actos administrativos disciplinarios.
Finalmente, debe recordarse que el control externo disciplinario confiado a la Procuraduría se justifica frente a los «servidores públicos que no tienen nominador por justificar su vinculación en el principio de representación democrática (empleados de elección popular) o para asegurar que en algunos procesos disciplinarios se garanticen decisiones que se ajusten al principio de imparcialidad» (Rincón, 2018: 81), especialmente de los empleados de confianza que están en el nivel directivo de las entidades públicas.
La independencia judicial tiene una doble faceta: una externa y otra interna. La primera es la que se predica respecto de los demás órganos del Estado, en especial, las ramas ejecutiva y legislativa; y la interna, la que se predica en relación con las autoridades dentro de la misma rama judicial.
Las preferencias políticas del electorado, que orientan las actuaciones del legislativo y ejecutivo, resultan ajenas a la función judicial. Esto hace que los jueces no tengan una agenda propia, que sus decisiones dependan de lo que los usuarios del sistema judicial les demanden; además, que deban justificar sus decisiones dentro del ordenamiento legal mismo, es decir, con materiales jurídicos consagrados en el derecho positivo, y no sean elegidos democráticamente, pues su legitimidad recae en la capacidad profesional de resolver problemas jurídicos.
En este sentido, Aguiló (1997: 77) relaciona la independencia judicial con «el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el derecho, no desde las relaciones de poder, juegos de intereses o sistemas de valores extraños al derecho», es decir, que el juez «falle por las razones que el derecho le suministra». O, como dice Atienza (2013: 151), la independencia judicial es un ideal al que se llega con «un juez que no tiene más motivos para decidir que el cumplimiento del deber», de modo que, como expone Carrillo (2021: 362), «la actividad de la judicatura» sea imperturbable e inalterable por «cualquier sujeto foráneo a la rama judicial».
Pero la independencia judicial no se puede frustrar solo por un poder externo a la administración de justicia. Ibáñez (2015: 141-145) afirma que la independencia también debe ser interna a fin de «tutelar a la magistratura frente a sí misma, esto es, al juez frente a cualquier modalidad de presión o condicionamiento debidos a la intervención de otros jueces situados en posiciones de poder político-administrativo o de alguna instancia de la propia organización», por lo que el diseño institucional de la administración de justicia debe otorgarle a cada juez o magistrado «la plenitud de poder de decir el derecho en esa instancia», y para asegurarla es necesario «el derecho del juez a la inamovilidad laboral» o «a no ser removido de su condición de tal y tampoco del puesto de desempeño de la función ni del conocimiento de una causa concreta, si no es en presencia de determinadas condiciones legalmente previstas y por el cauce procedimental también legalmente establecido». Se rechaza así cualquier «tipo de presión arbitraria por los órganos internos del recurso humano de la rama judicial que pretenda limitar su continuidad o permanencia en el ejercicio profesional en su cargo» (Carrillo, 2021: 365).
Dentro de las radicales diferencias entre la función judicial y la función administrativa se enlista la existencia, en la rama judicial, de superiores funcionales que conocen de las decisiones de sus inferiores solo por el ejercicio de los recursos legales de las partes procesales, y sin ninguna injerencia en la relación al ejercicio de función judicial por el juez inferior. Mientras que, como se vio, la función administrativa se ejerce con superiores en una estructura jerárquica donde son competentes de ordenar a sus inferiores conductas o decisiones y de vigilar su cumplimiento. Carrillo (2021: 351) hace hincapié en que la función judicial en el Estado de derecho se soporta sobre el «principio de titularidad múltiple», que anula cualquier relación jerárquica entre jueces o magistrados, pues existe una distribución de competencias para la resolución de los casos en donde todos ellos tienen la misma potestad, y solo el conocimiento y la experiencia adicional los sitúa en una instancia funcional superior.
Por falta de independencia externa o interna es que las decisiones administrativas son fácilmente manipulables, mientras que las de naturaleza judicial no lo son, pues están blindadas por el mismo ordenamiento jurídico en la forma como se producen, igual que quienes están cargo de esta labor.
La Corte IDH tiene estándares claros sobre las exigencias de la independencia judicial, que han sido desarrollados respecto de la garantía convencional de que goza el servidor público de elección popular de ser juzgado «por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley», prevista en el art. 8.1 de la CADH y la noción de recurso judicial efectivo de su art. 25. El juez independiente en clave convencional implica: a) un adecuado proceso de nombramiento del juez, b) la inamovilidad en el cargo, y c) la garantía contra presiones externas (Ibáñez, 2014).
En el caso Reverón Trujillo vs. Venezuela de 2009 el tribunal internacional expuso que los jueces deben contar con garantías individuales reforzadas, en comparación con los demás funcionarios públicos, para asegurar su independencia (párr. 67). La protección individual exige evitar que «los jueces se vean sometidos a posibles restricciones indebidas en el ejercicio de su función… por parte de aquellos magistrados que ejercen funciones de revisión o apelación» (caso Apitz Barbera y otros vs. Venezuela, 2008, párr. 55). Por ende, se desconoce esta garantía del juez independiente cuando su nombramiento no depende de su competencia profesional, no goza de inamovilidad o está subordinado a superiores jerárquicos (caso Palarama Iribarne vs. Chile, 2005, párr. 155). La Corte IDH entiende que la garantía convencional del juez independiente incorpora la inamovilidad, lo que riñe con el libre nombramiento y remoción:
[…] la inamovilidad es una garantía de la independencia judicial que a su vez está compuesta por las siguientes garantías: permanencia en el cargo, un proceso de ascenso adecuado y no despido injustificado o libre remoción. Quiere esto decir que, si el Estado incumple una de estas garantías, afecta la inamovilidad y, por tanto, no está cumpliendo con su obligación de garantizar la independencia judicial… Ello es así puesto que de lo contrario los Estados podrían remover a los jueces e intervenir de ese modo en el Poder Judicial sin mayores costos o control. Además, esto podría generar un temor en los demás jueces que observan que sus colegas son destituidos y luego no reincorporados aun cuando la destitución fue arbitraria. Dicho temor también podría afectar la independencia judicial, ya que fomentaría que los jueces sigan las instrucciones o se abstengan de controvertir tanto al ente nominador como al sancionador (caso Reverón Trujillo vs. Venezuela, 2009, párrs. 79 y 81).
Para la Corte IDH no hay independencia judicial sin el derecho a la inamovilidad o permanencia en el cargo (caso de la Corte Suprema de Justicia vs. Ecuador, 2013, párr. 153). La doctrina destaca que la inamovilidad se traduce en la posibilidad de que el juez interprete el derecho y motive la decisión con su propia convicción jurídica, y sin ella resulta «potencialmente removible» por su nominador (Carrillo, 2021: 366).
La inamovilidad tiene una estrecha relación con la idoneidad del juez o conocimiento profundo que tiene sobre el derecho, mayor del que se le exige al común de los funcionarios públicos, y que se asegura con un concurso de méritos para su selección (Carrillo, 2021: 368). Sin embargo, incluso la inamovilidad del juez no está atada al mérito, pues ella es exigible también respecto de los jueces provisorios o provisionales, nombrados mientras se surte el proceso de selección por mérito y que por ende no tienen vocación de permanencia. La Corte IDH ha señalado que debe garantizarse con algún procedimiento que el nombramiento y retiro no responda a «motivos indebidos», como podría ser el actuar como agentes del gobierno o de otra rama del poder público, y que su remoción no sea discrecional ni arbitraria, sino fundada en garantías objetivas y verificadas con el pleno de garantías del debido proceso para evitar que «sean vulnerables a presiones de diferentes sectores, principalmente de quienes tienen la facultad de decidir sobre destituciones o ascensos en el Poder Judicial», es decir, de manipulación interna (caso Reverón Trujillo vs. Venezuela, 2009, párrs. 105 y 106).
En contra de Colombia, la Corte IDH profirió la sentencia del caso Martínez Esquivia del 6 de octubre de 2020, en la que encontró probada la violación a la garantía de la inamovilidad de una servidora judicial, vinculada a la rama judicial del poder público, nombrada en provisionalidad en un cargo de carrera y que fue desvinculada del servicio sin consignar alguna motivación. Para la Corte IDH esa motivación implica una doble violación del art. 8.1 de la CADH, pues: a) sometió a la víctima a un procedimiento administrativo arbitrario en el que no pudo conocer que su retiro se fundaba en razones proporcionadas por el sistema jurídico, y b) le imposibilitó «criticar la resolución y lograr un nuevo examen de la cuestión ante las instancias superiores» mediante los recursos legales (párrs. 104 a 106). La Corte IDH especifica que convencionalmente son admisibles dos hipótesis del retiro de los funcionarios judiciales provisionales: a) la llegada de una persona con derecho de carrera, o b) como consecuencia de la imposición de una sanción penal o disciplinaria, adoptada de manera independiente y judicial, sin que en el caso en particular se haya probado la ocurrencia de alguno de ellos (párr. 108). Con esto, la Corte IDH rechazó la noción de «razones del buen servicio», alegada por el Estado colombiano durante el proceso, al resultar ser «particularmente indeterminado para poder justificar la terminación de un nombramiento en provisionalidad que debería contar con ciertas garantías de estabilidad» (párr. 109). Así, es claro que ninguna autoridad que ejerza materialmente función judicial puede ser retirada del servicio discrecionalmente o por razones del buen servicio.
Respecto de los magistrados de Altas Cortes, la independencia se asegura con un nombramiento realizado por autoridades de raigambre internacional: su retiro solo puede ser decidido por autoridades competentes, independientes e imparciales (caso del Tribunal Constitucional vs. Perú, 2001, párr. 77).
Esta última nota de la Corte IDH muestra que la independencia judicial no solo es un asunto predicable de quien ostenta la condición personal y material de juez, también es una garantía del debido proceso legal a la que tiene derecho: a) quien esté inmerso en una controversia cuya resolución judicial pueda afectar, limitar o restringir sus derechos, siendo especialmente exigible cuando esa decisión es expresión del ius puniendi estatal y va a lesionar o la libertad personal o los derechos políticos; b) las víctimas de violaciones a derechos humanos, pues no se puede llegar a la verdad y lograr la reparación integral si quien investiga y juzga no es independiente jerárquica e institucionalmente de quien es acusado (caso Gutiérrez y familia vs. Argentina, párr. 120).
Finalmente, se recuerda que la Corte IDH también ha desarrollado la noción de «juez competente» en referencia a que la autoridad que adelanta el juzgamiento sea definida previamente por el legislador, lo que excluye la posibilidad de que el Estado o el Gobierno, al vaivén de las coyunturas políticas, creen jueces o tribunales ad hoc o especiales «para sustituir la jurisdicción que corresponda normalmente a los tribunales ordinarios» (caso Apitz Barbera y otros vs. Venezuela, 2008, párr. 50). Es decir, se viola la CADH cuando, luego de iniciado el proceso, la competencia es cambiada para ser adelantada por otra autoridad, designada por cualquier autoridad, pertenezca o sea externa al poder judicial (caso Ivcher Bronstein vs. Perú, 2001, párr. 114). La relación de necesidad con la independencia judicial es clara: el juez sustituto potencialmente, antes que fallar en derecho, puede hacerlo orientado por los intereses de quien lo designa. Y la simple vigencia de la posibilidad del cambio de competencia puede desincentivar la gestión autónoma del juez original para no verse desplazado del conocimiento del caso.
Es claro que el «juez competente en proceso penal», con el que se deben restringir disciplinariamente los derechos políticos, incorpora la inamovilidad del juez junto con las consecuencias que tiene respecto de los procesados por la comisión de faltas disciplinarias.
En conclusión, la función judicial no puede ejercerse por delegación y en una estructura jerarquizada, en donde las actividades y la competencia son definidas por la más alta autoridad del andamiaje institucional.
La Constitución colombiana de 1991 en su art. 228 preceptúa que las decisiones de la rama judicial «son independientes» y que su funcionamiento debe ser «desconcentrado y autónomo». La Ley 270 de 1996 da un perfecto desarrollo a la independencia judicial, externa e interna, al preceptuar en su art. 5.º que «ningún superior jerárquico en el orden administrativo o jurisdiccional podrá insinuar, exigir, determinar o aconsejar a un funcionario judicial para imponerle las decisiones o criterios que deba adoptar en sus providencias». Respecto de esta última disposición, la Corte Constitucional, en Sentencia C-037/96, señaló que, aunque el Senado y el presidente intervienen en la postulación de los magistrados de las Altas Cortes, y que ejecutivo y legislativo concurren en la apropiación del presupuesto de la rama judicial, ello «no significa, ni puede significar, que se les otorgue facultad para someter la voluntad y la libre autonomía del juez para adoptar sus decisiones»; y aclaró que no riñe con la independencia judicial que los jueces, para resolver los litigios de su conocimiento, tengan que seguir los precedentes judiciales.
La independencia judicial en la jurisprudencia constitucional ha sido desarrollada principalmente como una garantía procesal, pues se ha reconocido que la categoría de juez natural prevista en el art. 29 superior incluye la exigencia de que sea independiente e imparcial, como parte del núcleo esencial del derecho fundamental al debido proceso (T-916/04 y C-537/16). En particular, en la Sentencia C-200/02, la Corte Constitucional sostuvo que la sanción penal solo debe ser impuesta por un juez independiente e imparcial, garantías sustanciales cobijadas dentro de la noción de juez natural materializada «por los funcionarios y órganos que integran la jurisdicción ordinaria».
El énfasis en la imposibilidad de que el juzgamiento de delitos se haga fuera de la rama judicial es consecuencia del art. 116 inciso 3.º constitucional, según el cual a las autoridades administrativas no les es «permitido adelantar la instrucción de sumarios ni juzgar delitos». Y, en atención a que el estándar de la Corte Constitucional se orienta en reconocer que las garantías del proceso penal se deben aplicar frente a todas las manifestaciones del poder estatal (T-438/92 y C-692/08), de manera necesaria las sanciones disciplinarias también deben ser impuestas por un juez natural (independiente e imparcial). El debido proceso es democracia, y a nadie le hace mal el exceso de garantías procesales, especialmente cuando la decisión adoptada tiene como efecto excluir a personas del juego democrático y de la posibilidad de acceder a cargos de elección popular, como sucede en Colombia con las principales sanciones disciplinarias.
En la jurisprudencia colombiana no se encuentran pronunciamientos sobre la inamovilidad del juez, pues bajo la Constitución de 1991 el legislador hasta el momento la ha asegurado. La Ley 270 de 1996 establece como regla general que el ejercicio de la función judicial recaiga en empleos de carrera, solo exceptuada por los magistrados de Altas Cortes, para quienes la misma Constitución de 1991 estableció la cooptación indirecta (Corte Suprema de Justicia y Consejo de Estado) y la elección por el Congreso (Corte Constitucional y Comisión Nacional de Disciplina Judicial), así como los jueces de paz, que son de elección popular. La Ley 270 de 1996 únicamente estableció un grupo de funcionarios judiciales de libre nombramiento y remoción: los magistrados del Tribunal Nacional y los jueces regionales, y los fiscales delegados ante ellos, en su momento denominada la justicia sin rostro, creada mediante decretos de estado de sitio proferidos bajo la vigencia de la Constitución de 1886 para el juzgamiento penal de civiles, que dejó de existir en junio de 1999. Esto denota lo retrógrado que resulta el pensar en jueces de libre nombramiento y remoción dentro del Estado constitucional colombiano.
La independencia y la autonomía judicial son clara expresión del principio de separación de los poderes públicos y son uno de los pilares que sostienen al modelo constitucional colombiano, como se expone en la Sentencia T-450/18. Independencia y autonomía son garantías con dos facetas: la primera permite a los jueces ejercer su función judicial sin presiones ni injerencias; la segunda asegura a la sociedad que sus jueces tomarán decisiones en derecho y motivados por lo que les ordena la Constitución y la ley, lo cual produce confianza y mayor grado de legitimidad.
Por ello, la Constitución colombiana de 1991 diseñó un modelo institucional y normativo especial, estableciendo en su art. 230 que «los jueces, en sus providencias, solo están sometidos al imperio de la ley». Y, para el ejercicio de la función judicial por un juez independiente y autónomo, se lo acompaña de unos poderes y facultades correccionales otorgados para garantizar un correcto funcionamiento de la justicia y el decoro de esta.
La autoridad y confianza depositadas en los jueces para la administración de justicia hacen necesario que en el Estado de derecho estén sujetos a un régimen disciplinario más robusto que el de otros servidores públicos. De manera general, Carrillo (2021: 350) reconoce que los jueces en democracia están sujetos a deberes funcionales reforzados, que incluso regulan aspectos muy cercanos a su vida privada, y hacen que su relación especial de sujeción sea intensificada. Así, la Ley 270 de 1996 trae un decálogo propio de inhabilidades (art. 150), incompatibilidades (art. 151), deberes (art. 153) y prohibiciones (art. 154), que se complementa con lo dispuesto en la Ley 1952 de 2019, que en el título XI del libro IV contiene el régimen de los funcionarios de la rama judicial. Es decir, para los jueces constituye falta disciplinaria el incumplimiento de los deberes y prohibiciones, la incursión en las inhabilidades, impedimentos, incompatibilidades y conflictos de intereses previstos en la Constitución, en la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia y en el Código General Disciplinario. Ningún otro funcionario que administre justicia está sometido a un régimen de responsabilidad disciplinaria tan amplio y nutrido. Carrillo (2021: 361) ha puesto de presente que el objeto tutelado en el régimen disciplinario del juez son su credibilidad y operatividad, y no el sentido de sus decisiones.
Otro rasgo característico del régimen de los jueces es que su juzgamiento está a cargo de la Comisión Nacional de Disciplina Judicial, que ejerce de manera preferente el poder jurisdiccional disciplinario. Es un órgano judicial que es independiente y autónomo, pues no es superior ni inferior a cualquiera de los jueces a quienes investiga y sanciona, y por su naturaleza emite decisiones definitivas que no están sujetas al posterior estudio de otra jurisdicción. Es decir, para los jueces se diseñó un control disciplinario que solo puede ser externo.
En este escenario, la conducta oficial del juez tiene un mayor patrón de control disciplinario y su régimen de responsabilidad es una garantía para prevenir posibles abusos a su independencia. En consecuencia, la relación de sujeción entre el Estado y el juez es más intensa, dado que existe una correspondencia y reciprocidad entre la independencia que le otorgan la Constitución y la ley, y sus deberes: cuanto mayor independencia, mayor responsabilidad. De allí que el juez responda disciplinariamente de una manera más rigurosa, fruto de la independencia de que goza y de sus poderes y facultades.
Frente a la asignación de funciones judiciales a autoridades administrativas, la Corte Constitucional ha dicho que también debe respetarse la garantía del juez natural, por lo tanto, los funcionarios administrativos que ejercen de manera concreta la función judicial tienen que estar previamente determinados en la ley y además gozar de la independencia e imparcialidad judicial. En este sentido, en la Sentencia C-1641/00 se expuso que resulta contrario a la independencia e imparcialidad judicial que la autoridad administrativa a quien se le asignan funciones judiciales deba seguir instrucciones definidas por sus superiores; en las sentencias C-1071/02 y C-436/13 se consideró necesario, para que la independencia fuera real, asegurarse de que los funcionarios que ejerzan función judicial no sean titulares simultáneamente de función de policía administrativa (inspección, vigilancia y control) en el tema que es objeto de juzgamiento.
Especialmente, es relevante la Sentencia C-156/13, en la cual la Corte Constitucional expresamente identifica como condición necesaria para que la asignación de funciones jurisdiccionales a autoridades administrativas no vulnere la independencia judicial que se garantice «un sistema de acceso a los cargos que prevea un nivel determinado de estabilidad para los funcionarios judiciales». Con claridad, la jurisprudencia constitucional colombiana se orienta por una defensa de la independencia judicial, incluso cuando es una autoridad administrativa la que ejerce la función judicial, porque esta situación, que es de suyo excepcional, no puede abrir un paréntesis en el que se desfigure el Estado constitucional judicial. No es posible entonces que la justicia sea administrada con independencia por autoridades administrativas de libre nombramiento y remoción pues, siendo la vinculación al servicio libre o discrecional, no hay correspondencia con un sistema que reconozca estabilidad en el empleo público.
Es una contrariedad aspirar a que se tomen decisiones jurisdiccionales de manera independiente cuando es la confianza lo que mantiene a un empleado vinculado al servicio público; en este sentido, si aquellas no resultan acordes con lo que le interesa al procurador general, el retiro del servicio es una posibilidad real. Además, con el cambio de nominador y nuevas orientaciones institucionales, las decisiones jurisdiccionales de cada procurador delegado, regional, distrital o provincial pueden resultar influenciadas por el nuevo procurador general.
Al analizar el Decreto Ley 1851 de 2021, expedido como se ha dicho por el presidente de la República en virtud de la habilitación prevista en el art. 69 de la Ley 2094 de 2021, no solo salta a la vista que los empleos de procurador delegado, regional, distrital y provincial continúan siendo de libre nombramiento y remoción, sino que se mantienen indemnes las atribuciones legales del procurador general como autoridad monocrática jerarquizada. Al ser autoridades de libre nombramiento y remoción, los referidos funcionarios pueden ser desvinculados «por razones del buen servicio».
En efecto, permanece inalterada la competencia para fijar criterios de intervención en control disciplinario y se reafirma la autoridad del procurador general para designar procuradores especiales para adelantar la instrucción o el juzgamiento disciplinario. Eufemísticamente, se modifica el Decreto Ley 262 de 2000 para justificar esa designación especial por razones de «imparcialidad o independencia de la función disciplinaria», y solo se agrega como condición para ejercer esta competencia que el funcionario designado sea de nivel superior al desplazado, y se especifica que la asignación puede ser tanto de la instrucción como del juzgamiento, en su totalidad o parcialmente. Esta regulación es demasiado abierta: además de cobijar casos en los que el cambio de la competencia es necesario, como cuando por condiciones de seguridad se debe llevar el expediente a un lugar en donde la autoridad no sufra presiones externas, puede llegar a abarcar eventos en los que el cambio se hace para ralentizar el proceso o asegurar que las decisiones sean las que el procurador general desee o convenga, sin tener en cuenta el imperioso objetivo de administrar rectamente la justicia.
Al mirar la distribución de competencias en consonancia con la Ley 2094 de 2021, el procurador general ya no adelanta procesos disciplinarios en única instancia. El gran cambio se hace con la Sala Disciplinaria de Juzgamiento de Servidores Públicos de Elección Popular, autoridad de segunda instancia que conoce las apelaciones en contra de las decisiones «de los procuradores delegados, regionales, distritales y provinciales, en las actuaciones contra servidores públicos de elección popular» (art. 11 inc. 3.º del D-L 1851/21) y es la que investiga en primera instancia a los miembros del Congreso de la República (art. 11 parágrafo 2.º del D-L 1851/21).
Se llega así a un curioso régimen procesal, en el que la independencia interna dentro de los procesos disciplinarios seguidos en contra de los servidores de elección popular únicamente es asegurada en segunda instancia. Solo los procuradores de la precitada sala acreditan su idoneidad y tienen inamovilidad en su empleo, al que acceden mediante un concurso público de méritos. Empero, la primera instancia es tramitada por un funcionario que ejerce la función judicial de control disciplinario, que es escogido por el procurador, siendo posible que se lo cambie o reasigne en cualquier momento de manera discrecional. Las actividades propias de la primera instancia en el decreto y práctica de las pruebas, la formulación del pliego de cargos y la interpretación de la ley pueden condicionar lo suficiente los procesos disciplinarios para que las decisiones finales no estén orientadas hacia la justicia. Esto potencializa la posibilidad de que de manera ilegal se llegue a sancionar disciplinariamente a un inocente o absolver a un responsable, por razones de conveniencia que se derivan de la estructura jerárquica y subordinada al procurador.
Es claro que bajo los anteriores atributos del procurador general de la Nación no se viabiliza que la asignación de función jurisdiccional en materia disciplinaria, hecha en la Ley 2094 de 2021, pueda llegar a ejercerse con las notas distintivas de la independencia judicial, pues los empleados de libre nombramiento y remoción con facultades para juzgar disciplinariamente a servidores públicos, los de elección popular inclusive, siguen vinculados a la misma estructura administrativa jerarquizada, no cuentan con estabilidad en el empleo público, deben atender instrucciones y lineamientos de sus superiores y sus competencias pueden variar por la simple discrecionalidad. La Ley 2094 de 2021 y el Decreto Ley 1851 de 2021 fueron expedidos con total desconocimiento de la jurisprudencia constitucional atrás reseñada.
La relación que existe entre el nominador y los empleados de libre nombramiento y remoción es muy distinta a la relación de los jueces con la sociedad; mientras que la primera está dada por la confianza entre los dos funcionarios y el compromiso del empleado para acompañar las políticas de la entidad, la segunda está atada a los valores y pilares del Estado constitucional, que son normativos y vinculan, incluso, al mismo procurador general de la Nación.
Así las cosas, con la transmutación de la naturaleza de la potestad disciplinaria a cargo de la Procuraduría General de la Nación, antes función administrativa y ahora función judicial, resulta jurídicamente imposible que autoridades de libre nombramiento y remoción la ejerzan tanto en la fase de investigación como de juzgamiento. Ello resulta ser contrario tanto a la Convención Americana como a la Constitución de 1991.
Bajo la Constitución de 1991 se han desempeñado como procurador general de la Nación siete personas, entre quienes dos han manifestado aspiraciones presidenciales, uno fue destituido por corrupción, y otra, la actual procuradora, asumió el cargo luego de ser ministra del Gobierno al que ha tenido que vigilar. La cercanía con el mundo político se debe a que el procurador general es elegido por el Senado de la República a partir de una «terna integrada por candidatos del presidente de la República, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado», según se expuso más arriba.
Estas situaciones claramente afectan a la independencia del ejercicio de la potestad disciplinaria, antes como función administrativa y ahora como función judicial. Pero en este último escenario se reflejan con mayor notoriedad los efectos nocivos que sobre el ejercicio de la función disciplinaria jurisdiccional puede tener el populismo con el que suele ejercerse el poder presidencial en América Latina. Hay una relación muy estrecha entre el diseño constitucional del presidente y procurador: son autoridades monocráticas, como lo fueron los caciques, zipas, incas, tatloanies, virreyes y capitanes generales, autoridades supremas en sus respectivas ramas con la ficción de tener plenas capacidades para resolver todos los asuntos, pero donde la tentativa de ampliar el poder es grande, al punto de que se ha querido utilizar a la Procuraduría para impulsar el salto hacia el sitio supremo de la República. La fórmula populista lleva a que la Constitución democrática falle en su propósito de someter la fuerza del poder estatal a la racionalidad jurídica.
Precisamente Rosanvallon (2020: 20) destaca que el populismo tiene como signo trágico el querer «domesticar a las instituciones de carácter no electoral (como los tribunales constitucionales y las autoridades independientes)», pues lo único que se refuerza es el papel del presidente, como si el hiperpoder que normativamente ya tiene no fuera suficiente. Y por la vía de la reducción de las garantías judiciales a los derechos, la eliminación del adversario político por prácticas sancionatorias corruptas es un lugar común en América Latina; así lo demuestran los casos de Leopoldo López vs. Venezuela y Petro Urrego vs. Colombia de 2020. Tal escenario es también la negación de la lucha democrática por el poder político.
Además, como exponen Chmielarz-Grochal y Sulkowski (2021), el poder político intenta cooptar la administración de justicia, por la labor de consciencia y capacidad educativa que esta tiene para introducir en la sociedad valores democráticos, de defensa del orden constitucional, respeto a las diferencias y minorías, así como del disenso político, para en su lugar reproducir el contenido ideológico de quien detenta ese poder político.
Todo lo anterior resulta contrario a lo querido por la Corte IDH en la sentencia del caso Petro Urrego vs. Colombia y la OC-28/21: que la imposición de las sanciones disciplinarias esté rodeada de las máximas garantías, que solo se encuentran en la autoridad judicial independiente, imparcial, y con la competencia previamente definida en la ley. Y, además, anula la lucha democrática por el poder político. El propósito local es socializar a la Procuraduría, que responda a los principios democráticos y no sirva como un instrumento de persecución política a través de procuradores de libre nombramiento y remoción.
Solo hay una solución, ineludible: que quienes ejerzan la potestad disciplinaria sean servidores públicos de carrera administrativa o de período fijo seleccionados con fundamento en el mérito. La solución inmediata es que la Corte Constitucional invalide las disposiciones del Decreto Ley 262 de 2000 que prevén que los empleos de procurador delegado, regional, distrital o provincial sean de libre nombramiento y remoción. Ello como consecuencia de la inconstitucionalidad e inconvencionalidad que sobreviene a la transformación de la potestad disciplinaria de la Procuraduría General de la Nación desde la función administrativa a la función judicial. Esto no es incompatible con la noción de delegación de la Constitución de 1991, como lo demuestra la Sentencia C-101/13, en la que la Corte Constitucional dispuso que los procuradores judiciales, que son agentes del procurador general ante los jueces, se correspondan con empleos públicos de carrera administrativa. Como efecto directo de un pronunciamiento constitucional de este tipo, quienes actualmente se desempeñan en los aludidos empleos se convierten en empleados en provisionalidad, que, según la sentencia del caso Martínez Esquivia vs. Colombia de 2020, no pueden ser desvinculados de la función pública «por razones del buen servicio», sino solo hasta que el respectivo concurso de méritos concluya.
Además, la facultad del procurador general para variar la competencia de los procesos judiciales debe ejercerse solo por razones de seguridad u orden público, y esto puede ser resultado de una sentencia de constitucionalidad condicionada. Todo esto, desde luego, exige una ciudadanía activa que promueva demandas de inconstitucionalidad en búsqueda de estos pronunciamientos.
Y, mientras las decisiones de la Corte Constitucional llegan, el procurador general de la Nación, como defensor que es de la Constitución de 1991 y de la convencionalidad, debe motivar expresamente las razones por las que desvincula a un procurador delegado, regional, distrital o provincial; y los jueces administrativos, que ejercen control de legalidad de esas decisiones, deben exigirlo y anular los retiros que no tengan una motivación suficiente. No de otra forma se puede asegurar la estabilidad en el ejercicio de funciones jurisdiccionales. Esto, además, repercute favorablemente en la garantía convencional y constitucional del juez natural de quienes son objeto de juzgamiento disciplinario.
Finalmente, la llegada de un nuevo Gobierno nacional, encabezado por Gustavo Petro Urrego, puede permitir la materialización de los anteriores cambios por vía legislativa. Incluso diferentes cursos de reforma son posibles: a) llevar la potestad disciplinaria judicial a jueces vinculados orgánicamente con la rama judicial mediante una jurisdicción especializada o dentro de las ya existentes; o b) transformar a la Procuraduría en un órgano colegiado que esté integrado por procuradores que accedan por mérito y deban ser expertos en las diferentes funciones constitucionalmente asignadas a la entidad: derechos humanos, gestión pública y potestad disciplinaria. Hay, pues, distintas vías para someter la potestad disciplinaria al Estado democrático y de derecho.
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Abogado y especialista en Derecho Público de la Universidad Autónoma de Bucaramanga, magíster en Derecho Constitucional de la Universidad Externado de Colombia. Estudiante de los cursos intensivos del Doctorado en Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Docente investigador de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la UNAB. |
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Abogado y especialista en Derecho Disciplinario de la Universidad Autónoma de Bucaramanga, magíster en Derecho Público de la Universidad Externado de Colombia. Docente de posgrados en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la UNAB. |
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Corte IDH. Caso de la Corte Suprema de Justicia (Quintana Coello y otros) vs. Ecuador. Sentencia de 23 de agosto de 2013 (excepción preliminar, fondo, reparaciones y costas). Serie C 266.
Corte IDH. Caso Petro Urrego vs. Colombia. Sentencia del 8 de julio de 2020 (excepciones preliminares, fondo, reparaciones y costas). Serie C 406.
Corte IDH. Caso Martínez Esquivia vs. Colombia. Sentencia del 6 de octubre de 2020 (excepciones preliminares, fondo y reparaciones). Serie C 428.