1.
En un homenaje al profesor Miguel Artola en el que participé en 1996, «El régimen parlamentario y sus enemigos. Reflexiones sobre el caso español» (Revista de Estudios Políticos, 93) advertía sobre la presidencialización de nuestro sistema parlamentario y dudaba del asidero constitucional de dicha transformación que podía indicar una mutación claramente irregular. Esta tendencia no ha parado desde entonces y su desarrollo ha generado una atención sobre la que merece la pena detenerse, aunque lo haga con limitaciones evidentes, toda vez que se excluye un análisis dependiente de explicaciones personalistas o que reposen en factores políticos coyunturales.
La presidencialiación de nuestro régimen parlamentario se hace a costa obviamente del Parlamento que habría perdido su centralidad en el sistema institucional. Así, el estudio de la crisis parlamentaria se presenta de modo indudable y lo abordaré atendiendo a su reflejo en lo que después de todo es la primera tarea del órgano normativo, esto es, la ley.
En relación con la problemática de la ley, en su condición de exponente paradigmático de la situación del Parlamento, se presentan dos cuestiones preliminares si se quiere. Primero, dar cuenta de la importancia constitucional de esta fuente del derecho. Esto es, referirse a las variadas ocasiones en que el constituyente la configura: sus clases y variedades. Leyes generales y autonómicas; orgánicas y ordinarias; de bases y desarrollo; de Pleno o Comisión (Astarloa, 2024); y, sobre todo, entender las determinaciones sobre la posición de tal norma en el sistema de fuentes. Hablamos de la idea de reserva respecto de los derechos e instituciones, y del principio de legalidad en relación con el reglamento. Y segundo, avanzar que la función de la ley en el ordenamiento del siglo xxi no puede establecerse sobre el esquema de la idea liberal de ley: regulación sobre unas pocas cuestiones, esencialmente, establecimiento de los grandes códigos y norma de autoorganización del Estado, en una discusión con los mejores representantes de la homogénea clase social nacional, esto es, la burguesía ilustrada, hablando en Parlamentos de notables prestos a discutir en términos de acuerdo y coincidencia (Solozabal, 2015). Debe tenerse en cuenta asimismo la necesidad de atender a la complejidad normativa de las sociedades de nuestros días, de acuerdo con el modelo de Estado social intervencionista (legislación motorizada, por emplear la fórmula schmittiana). Por ello, la ley, primeramente, no puede renunciar ni a la realización de una cierta idea de justicia (la ley es no solo voluntas o imperio de la representación popular, sino ratio o decisión racional para la comunidad), asumiendo por tanto una idea material y no solo formal de la ley, de modo que no es ley cualquier acto normativo de las Cortes, sino aquel que constituye un mandato general y racional sobre los derechos de los ciudadanos (Sánchez Agesta, Rubio Llorente), ni le es dado prescindir de la observancia de ciertas exigencias procedimentales y controles que garanticen cierto nivel técnico en su producción.
Se trata, en suma, y como se ha escrito, de rescatar del olvido «los requisitos que conforman la ley dibujada constitucionalmente y que sustentan su legitimidad. De entrada, los requisitos procedimentales, que requieren entre otras cosas proyectos sólidos, audiencia atenta de los consejos asesores, participación de expertos e implicados en cada materia, reflexión detenida, deliberación parlamentaria pública, contraste plural y explicación pública de los motivos de cada norma en la sede de la representación. Pero también, y no con menor intensidad, los requisitos materiales, que imponen la racionalidad, la seguridad jurídica, la calidad, la proporcionalidad o la interdicción de la arbitrariedad, entre otros principios elementales que conforman la ley democrática que recuperó en 1978, después de muchos años, la Constitución» (Astarloa, 2023: 73).
2.
La idea de ley, y sobre todo el desarrollo de las consecuencias materiales y formales que implica la misma, me parece que resultan iluminadas si se atiende a tres perspectivas principalmente. El modelo de ley española, primeramente, debe ser el negativo de la idea de ley propia del parlamentarismo schmittiano, que desconfía del pluralismo de la representación que se lleva a cabo en los parlamentos occidentales y que resulta de nulo interés para cubrir las necesidades de decisiones que la comunidad nacional necesita. En el universo schmittiano, el Parlamento no tiene propiamente una función representativa: los Parlamentos, cree Schmitt, son espacios fragmentados, reducidos a una confrontación estéril, incapaces de resolver los problemas existenciales, diríamos de afirmación política, que tienen los pueblos. La alternativa es, por el contrario, la democracia plebiscitaria en la que se produce la identificación del pueblo con su líder o dirigente.
Benévolamente puede entenderse la obra de Schmitt como una defensa del Estado en un momento (crisis de Weimar) en que la unidad de este aparece cuestionada por un pluralismo desestabilizador que produce el bloqueo o la futilidad de las instituciones, incapaces de actuar las necesidades permanentes de la nación alemana. Schmitt habría captado perfectamente la palabrería e inconclusión frívola del liberalismo. La discusión, que se lleva a cabo en el espacio de la opinión público o del parlamento, según Schmitt, sería romanticismo político «una conversación sin fin», el arte, de eludir la decisión más importante, la que distingue entre amigo y enemigo (Solozabal, 2021).
Sin duda, el marco habermasiano aparece, en segundo lugar, como mucho más apropiado para entender la idea de ley constitucional. Habermas es un filósofo eminente, lo que explica su radicalidad al tratar de asentar las bases de la democracia como forma política vivida por los ciudadanos y la sistematicidad de sus planteamientos, integrando en una posición central la participación discursiva de todos en las instituciones representativas, esto es, el Parlamento.
La democracia es un sistema que institucionaliza en el Parlamento el diálogo como mejor modo de averiguar lo que conviene a la comunidad, estableciendo, en consecuencia, lo que debe hacerse. Sin duda, en la idea del reconocimiento de todos que implica el dialogo y la participación política, sin los que la democracia no es posible, hay una idea de la dignidad de la persona. Tal dignidad exige una forma política conforme a sus estándares morales, y se convierte así en un componente esencial de la idea habermasiana del orden político democrático. Luce especialmente el carácter dialógico del pensamiento de Habermas: lo que garantiza la razonabilidad de las posiciones políticas, y de su plasmación normativa, es que las mismas han sido sometidas necesariamente al procedimiento discursivo, en el que se acepta que prevalecerá el argumento mejor fundado en el debate público. El ejemplo máximo de diálogo político es la constitución, ya no solo porque su interpretación deberá hacerse en una conversación, como han visto Dworkin o Levinson, sino porque es el resultado del acuerdo en su mismo origen. La dependencia del diálogo de la constitución explica asimismo su apertura necesaria a la reforma, lo que manifiesta también su dinamismo o variabilidad, si aceptamos los términos de García Pelayo (íd.).
La exposición del marco ideológico del parlamentarismo desde el que explicar la idea de ley requiere, por último, en relación con el modelo habermasiano, dos palabras más: una, dando cuenta de una concreción del mismo; y otra, para referirse a su complemento necesario.
Me refiero en primer lugar a quienes han delineado un modelo dialógico habermasiano, seguido en la arena democrática, se trate de los debates parlamentarios o electorales. Estos autores han llegado a elaborar un índice de calidad deliberativa de los debates, según el grado de racionalidad argumental y su consideración del bien común por parte de quienes participan en ellos, así como por la actitud para interactuar de modo constructivo con quienes uno no está de acuerdo. El índice atendería a cuatro variables: 1) la disposición a justificar en términos de racionalidad los planteamientos de cada cual; 2) aceptar que la mejor justificación de la propia posición depende de la orientación hacia el bien común antes que de acuerdo con los intereses de los representados; 3) respeto hacia las posiciones de los otros intervinientes en el la discusión, y 4) disposición de todos a admitir propuestas diferentes o intermediadoras provenientes de los participantes en el diálogo (Bächtiger, 2014).
La referencia dialógica resulta especialmente indicada si se comparte la idea de atribuir en el sistema democrático un rol importante a determinadas instituciones que complementan su base representativa (esto es parlamentaria) y que no pueden instituirse ni funcionar sin el consenso y la disposición de consuno del Gobierno y la oposición, disponiendo entonces de una base propiamente no partidista o supra partes. Me refiero a las instituciones de la independencia y la reflexividad. Hablo, entonces, de las Administraciones, sean generales o especialmente las independientes, y del Tribunal Constitucional. Los déficits democráticos deben ser restañados, dice Pierre Rosanvallon, por el aporte de las instituciones de la imparcialidad, esto es, una Administración competente y gestora de los intereses generales, y las Administraciones independientes (a su modo entre nosotros, Administración electoral, Banco de España, TVE y otras instancias controladoras), esto es, comisiones u organismos colegiados, que operan de modo muy procedimentalizado y que, sujetos a debate, rinden informes públicos. Además, Rosanvallon pide un mayor peso en el sistema de las instituciones de reflexión, tales como los tribunales constitucionales, que deliberen sobre los principios permanentes, indefectibles y propios de cada nación, en realidad sobre las bases constitucionales, esto es, los mismos supuestos de la comunidad política (Solozabal, 2015).
3.
La idea correcta de ley como normación en principio universal o ilimitada, esto es, sobre todo y con el solo borde de su respeto constitucional, no puede ignorar que la reserva constitucional —quiere decirse, la previsión de rango legal para determinada materia— supone una constricción al legislador, al que se le impone una disciplina que le corresponde en exclusiva, aunque la cláusula que establece la reserva puede comenzar ella misma la regulación en cuestión, que de este modo no resulta del todo a disposición del legislador, pues en parte ya está ocupada por el constituyente. A lo que queremos apuntar es al hecho de que en nuestro ordenamiento la legitimación democrática no corresponde solo al legislador, contando como se relatará después con la intervención del Ejecutivo en el ejercicio de la potestad legislativa, en relación indudablemente con la iniciativa, pero también patente en la posición privilegiada del Gobierno en la agenda legislativa o su capacidad de veto de las enmiendas. La crisis de la ley, esto es a lo que quiero llegar, tiene que ver con la ruptura del patrón tradicional de ordenación general, universal y racional, que, como sabemos, no se plantea sobre iguales presupuestos en la época liberal que en la época del Estado social, pero también con la propia legitimación del reglamento, indudablemente democrática en cuanto tal norma se dicta por un órgano de dicha cobertura inmediata (Fernández Farreras, 2024: 144)[1]. Obviamente, estamos hablando en el caso de los reglamentos de normas sometidas al principio de legalidad, pero, como señalamos, con una legitimación propia, dada la base democrática innegable de los Gobiernos de que proceden. Sin olvidar la propia justificación funcional de las normas reglamentarias, a las que alcanza una calidad propia y un detalle que es más fácil de conseguir de este tipo de regulaciones que de las propias leyes.
Si es inapropiado negar a los reglamentos un margen de discrecionalidad, de modo que
en rigor muchas veces son algo más que normas de desarrollo sin espacio propio, tampoco
hay que olvidar que en el control de su legalidad los tribunales, ante insuficiencias
o lagunas, también superan una actuación de mera aplicación. Basta pensar en el juego
que el principio de proporcionalidad como instrumento del control de la actividad
reglamentaria proporciona, fungiendo como parámetro para la Administración (
Sin duda, como ya hemos insinuado supra, la recuperación de la idea correcta de ley, que un renovado parlamentarismo ha de proponerse, especialmente en el plano reglamentario consistirá en garantizar tras el correspondiente debate la adecuada configuración de la ley. La ley así quedará justificada no solo por establecer desde el punto de vista material la mejor solución a los problemas de la comunidad, sino por la garantía de la observancia en su elaboración, esto es, en el debate parlamentario, de los procedimientos formales. Esto es muy importante, ya que, a la postre, la verdadera caracterización de la ley como norma solo puede ser formal, pues la ley es la voluntad normativa regular del órgano parlamentario. De este modo se plantean las bases de la justificación del control de la constitucionalidad de la ley, en razón de los vicios formales de los que pueda adolecer la norma, contando también con las lesiones de los derechos de participación de los parlamentarios, defendibles por la vía del art. 42 de la LOTC —amparo parlamentario—.
4.
Antes de pasar a referirme a las correcciones pertinentes sobre el proceso legislativo,
que ha sido objeto de un implacable examen, podemos llamar la atención sobre tres
cuestiones solo aparentemente marginales en el derecho parlamentario. La primera es
si es mantenible la opción normativa de la ley sobre otro tipo de fuente, aunque no
se abandone la matriz parlamentaria de la norma. En la producción legislativa de las
Cortes debería incrementarse el peso de la legislación delegada (una vez modificada
por cierto la deficiente regulación constitucional de esta figura, plagada de reiteraciones,
lagunas y oscuridades), suministrando al Ejecutivo unas bases que, sin escatimar el
aprovechamiento de los medios técnicos del Gobierno en la elaboración de los decretos
legislativos de desarrollo pertinentes, contuvieran suficientes elementos para avanzar
la actuación normativa gubernamental. Legislar hoy es una labor extraordinariamente
compleja, que en bastantes ocasiones necesita concursos y asistencias técnicas que
solo puede asegurar el Ejecutivo. Sin duda, al respecto podría servir de inspiración
la práctica de otros países con la legislación delegada, como es el caso del Reino
Unido ( José Antonio Montilla (
Una segunda cuestión a la que referirse es el abuso de los procedimientos urgentes y especiales, que se une a la disposición del Gobierno a sacar adelante su plan legislativo no mediante proyectos de ley, sino a través de proposiciones de los grupos parlamentarios, bien el suyo propio o los de los otros grupos que apoyan al Gobierno. Se trata así de eludir el concurso de los informes correspondientes de diversos organismos, que resultan de engorrosa consecución, aunque pudieran asegurar una mejora de los textos legislativos finales. De otro lado, la base peculiar de la iniciativa legislativa, cuando esta no se encuentra respaldada por todos los grupos parlamentarios que apoyan al Gobierno —en el caso de las proposiciones de ley— permite al mismo explicar o dar cuenta de la situación, más allá de la admisión de un cierta esquizofrenia política, como prueba de pluralismo interno.
El caso es que se debe registrar una desusada utilización de la leyes de comisión y de procedimientos de lectura única, que impiden el debate y restan oportunidades de intervención a los parlamentarios, además de denotar una preocupante tendencia a orillar la contribución del Parlamento en el desempeño de la función legislativa. Naturalmente la regeneración parlamentaria debe ceñirse al más cuidadoso compromiso a limitar el recurso a estos expedientes en aquel ámbito material propio, de acuerdo con las estipulaciones reglamentarias, y la concurrencia escrupulosamente comprobada de las circunstancias habilitantes para su empleo.
Síntéticamente Ignacio Astarloa se ha referido al deterioro del procedimiento parlamentario
al que contribuyen las prácticas que se acaban de denunciar; así, «el planteamiento
de las iniciativas legislativas, obviando los informes obligados (y también los convenientes)
para la elaboración de los proyectos de ley por el Gobierno antes de su presentación
en las Cortes. También la tendencia cada vez mayor a utilizar no solo el procedimiento
de aprobación de leyes por Comisión (que hace tiempo que se convirtió en lo ordinario),
sino el extremo procedimiento de lectura única, que combinado con la declaración
de urgencia y la reducción de plazos de enmiendas a días (e incluso a horas) permite
aprobar textos de manera fulminante y con mínimo debate y reflexión. Además, resulta
cada vez más frecuente la presentación por los partidos del Gobierno de proposiciones
de ley, obviando los requisitos establecidos para los proyectos gubernamentales y
a las que suele acompañar la declaración de urgencia e incluso la citada lectura
única» (
Una tercera cuestión se refiere, de una parte, a la conveniencia de reforzar la asistencia
a las labores parlamentarias de expertos o interesados en las materias de las que
se ocupan las leyes, que desde luego pueden ser, aunque obviamente no exclusivamente,
personas ligadas a la propia Administración; y de otro lado, como ya se exige por
la legislación sobre transparencia en relación con la Administración y otros organismos
públicos, en buena medida incitada por la Unión Europa, se ha de facilitar a los ciudadanos
la información de las actividades y agendas de los parlamentarios, posibilitando el
seguimiento y control de estos. Es interesante anotar la trascendencia creciente,
especialmente apreciada por el Tribunal de Derechos Humanos, de la calidad del procedimiento
democrático para justificar, dentro del margen de apreciación nacional, posibles restricciones
de los derechos, establecidas en la legislación estatal tras un diálogo, institucional
o más amplio al respecto, de manera que el resultado final no pueda considerarse ni
arbitrario ni manifiestamente desproporcionado (
5.
En relación con el proceso legislativo, me limitaré ahora a señalar algunas áreas temáticas.
A. Interesante es recalcar que la insistencia en las exposiciones de motivos que deben acompañar a los textos para que el Parlamento se pronuncie sobre los mismos no significa que los defectos o levedad de ellas puedan considerarse vicios de irregularidad, determinantes de la inconstitucionalidad de la norma. Su justificación tiene que ser la ayuda al legislador; por tanto, no tienen como principal objetivo facilitar la interpretación de la norma, cuando se conviertan en leyes los textos de que hablamos, ni adelantarse a su defensa en el caso de la impugnación de su inconstitucionalidad, según parece ocurrir por ejemplo en el llamativo preámbulo de la Ley de Amnistía, como he denunciado en otro lugar. En el caso de los proyectos de ley, los textos que se presenten deben cumplir en la fase prelegislativa las exigencias establecidas en la Ley 40/2015 del Régimen del Sector Público, que reitera lo pedido en la regulación anterior sobre la materia (Memoria y estudios e informes sobre la necesidad y oportunidad de la norma), así como una memoria económica estimativa del coste a que diera lugar. Dada la disposición del TC a no dar relevancia a los antecedentes más que si condicionasen el proceso de la toma de decisiones, la Mesa de la Cámara no ha acordado hasta ahora la inadmisión de iniciativas gubernamentales por motivo de omisión de los antecedentes necesarios.
El nivel de exigencia está especialmente rebajado cuando la iniciativa parlamentaria corresponde a los grupos en el caso de las proposiciones de ley, limitándose a solicitar la demanda de una relación de normas vigentes con relación con la iniciativa presentada, sin obligación de remitir memorias de impacto. Es más, señala Sara Sieira, «en algunas ocasiones se utiliza la presentación de proposiciones de ley por el grupo que apoya al Gobierno para evadir la obligación de presentar informes que pudieran resultar "incómodos" para la tramitación de la iniciativa».
B. Una palabra para defender el significado político general de los debates en la primera fase del procedimiento. La búsqueda de un Parlamento más eficiente debe llevar a subrayar en el procedimiento legislativo su contribución en la fase de la toma en consideración, en el caso de las proposiciones, o de la discusión de las enmiendas a la totalidad si hablamos de proyectos de ley, debatiéndose en ambas ocasiones las líneas políticas generales de la propuesta legislativa, dando así, como se hace en otros ordenamientos, el mayor realce a esta primera lectura.
En general, se ha destacado la necesidad de proceder a reformas del procedimiento legislativo que procuren su racionalización, simplificación y eficiencia. La calidad final de la ley tendrá que ver, como acabamos de señalar, con la propia base de origen de la iniciativa legislativa y dependerá también de las asistencias de apoyo externo, sin perder nunca la relación con la propia iniciativa. Se parta del propio Gobierno o se vincule a estudios o demandas concretas, se ha señalado que mejorarían el proceso legislativo diversos instrumentos, como un responsable parlamentario de la suerte de la iniciativa, una clarificación del programa legislativo y, finalmente, un seguimiento del impacto de la ley, que puede hacerse depender de una subcomisión legislativa o del propio Gobierno.
En el procedimiento legislativo ha de atribuirse una renovada importancia a la ponencia, que celebra en secreto sus sesiones y en donde ha de asegurarse el protagonismo de los parlamentarios individuales, esforzándose por mantener el nivel técnico de su contribución a la elaboración de la ley. La ponencia puede volver a reescribir la iniciativa legislativa, en virtud de sus facultades de enmienda, introduciendo la mayor racionalidad en el debate parlamentario. Sus posibilidades son grandes como órgano acéfalo que es y en el que las facultades ordenatorias del letrado también son importantes. Sin embargo, hay que decir que en la mayoría de las ocasiones no funciona la ponencia o se falsea su funcionamiento, especialmente en el caso de las leyes de presupuestos, que se negocian fuera del Parlamento. Si el Gobierno no dispone de mayoría cómoda, el procedimiento legislativo ordinario no comienza o se opta por el decreto ley.
C. Por lo que hace a las enmiendas, se trata de defender su propósito genuino y evitar la desvirtuación en su empleo, lo que sucede cuando se ignora su obligada posición subordinada respecto del texto base. En el caso de las enmiendas presupuestarias, debe recuperarse efectivamente su significación correcta para que, a través de la obstrucción parlamentaria que implican, no se impida el desarrollo congruente de la política legislativa del Gobierno.
En la fase de la comisión se trata de la incorporación de las enmiendas, asegurando
en la línea de lo ya dicho la necesaria congruencia y homogeneidad de las mismas.
Las atribuciones en su calificación por la Mesa han sido confirmadas por el Tribunal
Constitucional. En la realidad, el debate que debe tener una condición más técnica
en la fase de comisión se produce, en general, de modo atropellado y no siempre con
la claridad requerida, ahora ya en público y protagonizada por los grupos parlamentarios,
con severas restricciones temporales. «La estructura del debate en el pleno suele
ser la misma, y por el mismo tiempo: defensa de las propias enmiendas, dificultades
y éxitos en la negociación de las mismas, discrepancias con los contenidos propuestos
por el texto o por la oposición, y fijación de posición respecto de la votación de
las partes principales del texto» (
Debe impedirse una utilización filibustera de las enmiendas, señalándose un plazo perentorio y cerrado para la presentación de las mismas durante la tramitación parlamentaria.
Es interesante resaltar que para algún autor el tiempo del actual parlamentarismo fragmentado no merece ser denostado, pues este ofrece indudables oportunidades al pluralismo, con ventaja para la representatividad. Además, se demanda una mayor viveza del proceso legislativo de cara a articular mecanismos de colaboración y sacar adelante las leyes. Nada más negativo para un parlamentarismo vivo que las mayorías absolutas y, obviamente, en un Parlamento fragmentado configurar una mayoría absoluta con carácter permanente es difícil. Por tanto, el parlamentarismo, se dice, es más dinámico cuando existe fragmentación. El resultado es que en el nuevo Parlamento se incrementan también las oportunidades de participación a través de iniciativas de los grupos que forman parte del Gobierno, y se posibilita un mayor el control del Ejecutivo, por ejemplo, fomentando comisiones contra la voluntad del principal grupo parlamentario, o comparecencias, etc.
De todos modos, un Parlamento renovado necesita una racionalización y simplificación
del debate para clarificar el proceso legislativo. En la actividad parlamentaria todo
es demasiado lento cuando la sociedad reclama actuaciones inmediatas, y cuando se
acelera el procedimiento siempre aparece la sospecha de que se pretende hurtar el
debate. Así se reacciona, especialmente, frente a las reiteraciones al comienzo y
finalización de cada fase y la manipulación en la tramitación de las enmiendas, recabando
un plazo para el cierre de su admisión, además de reiterar la necesidad de su congruencia
con el texto legislativo principal, evitando, de acuerdo con la doctrina del Tribunal
Constitucional, un uso inapropiado del veto del Gobierno a su admisión, exigiendo
para su validez que las mismas contraríen el ejercicio presupuestario efectivo presente
(
La bicameralidad de nuestro Parlamento debería ser una garantía de la calidad normativa,
dando una oportunidad de mejora de los textos. No ha sido necesariamente así, aunque
no dejemos de asumir que algunos ejemplos hay en los que la contribución del Senado
ha aportado una impronta de calidad en el texto final. Las falencias atribuidas al
Senado en el procedimiento legislativo tienen que ver con la fugacidad de los plazos,
especialmente en los procedimientos de urgencia, como es sabido, y a que se ha utilizado
el Senado para introducir enmiendas sobre aspectos en los que se ha querido hurtar
su discusión en el Congreso, que se pronuncia en bloque sobre las mismas. Se ha propuesto
(
Se ha aconsejado, como sabemos, la idea de un guía o responsable (coordinador) del
proyecto; y se ha sugerido la conveniencia también de un seguimiento de la norma en
relación con el desarrollo reglamentario, así como del cuestionamiento constitucional
de su corrección y su efectiva aplicación. En un sentido ilustrativo de lo que estamos
diciendo, puede pensarse en el tiempo de la pandemia en la formación de la Comisión
para la Reconstrucción Social y Económica constituida el 7 de mayo y que finalizó
sus trabajos el 3 de julio de 2020, rindiendo el correspondiente dictamen. La verdad
es que ese esfuerzo todavía duerme en los cajones y no se han puesto en marcha la
mayoría de los acuerdos a los que se llegó. Sin duda, el Parlamento desaprovechó una
oportunidad para demostrar su utilidad si, como resulta obvio, se trataba de obtener
un diagnóstico claro, determinando carencias y errores, con una intención preventiva
inexcusable (
D. En el intento de configuración de la idea actual de ley, queda una cuestión por
plantear, que es la del control constitucional de la regularidad del procedimiento
parlamentario seguido en la aprobación de tal norma. El control de la regularidad
constitucional de la actuación de los órganos del Estado alcanza como no puede ser
de otro modo también al Parlamento. Ocurre como es sabido que ese control, de un lado,
es compatible con el llevado a cabo cuando se examina la constitucionalidad de la
ley, alegando la presencia de vicios formales de inconstitucionaldad, y que debe de
hacerse teniendo en cuenta que el mismo supone una excepción del principio interna corporis; y que además dicho control, ejercido mayormente a través del amparo parlamentario
(art. 42 LOTC), no se verifica de modo subsidiario intentándose antes la reparación
de la irregularidad del acto por medio de una intervencion jurisdiccional ordinaria.
Por supuesto, la irregularidad denunciada solo se ocupa de la defensa de los derechos
fundamentales —por tanto, en principio no de infracciones simplemente reglamentarias—
y está a disposición no solo de los parlamentarios, sino también de particulares cuyos
derechos hayan podido ser vulnerados por actuaciones de los órganos parlamentarios
(
Si se tratase de establecer los rasgos de la doctrina del Tribunal Constitucional sobre los actos parlamentarios, deberíamos apuntar antes de nada al exquisito cuidado de que el control de la regularidad procedimental parlamentaria se atuviese en la medida de lo posible a la observancia del principio interna corporis, de modo que se respetase la autonomía parlamentaria, compatible también con el respeto por los órganos de representación de los derechos de los parlamentarios, cuyo ius in officium hay que asegurar, mostrando una disposición a atender a las denuncias de las vulneraciones de los derechos de los diputados y senadores, cuando las mismas impiden una correcta formación de la voluntad de las instancias representativas, alterando dichas lesiones su normal funcionamiento, imposibilitando el debate o que este se produzca con todas las garantías.
Si yo no la entiendo mal, la jurisprudencia constitucional sobre el control de la regularidad parlamentaria establece una línea divisoria entre la doctrina sentada en los intentos de suspender la tramitación del primer Plan de Ibarretxe y del Estatuto de Cataluña, y un segundo momento que ya correspondería al control parlamentario del procés. El Tribunal Constitucional rechazó, en efecto, el intento de suspensión de la tramitación del Plan, cerrando la puerta a su examen en el Parlamento Vasco y después en las Cortes, alegando que ello impedía el debate democrático, garantizado en nuestro sistema sin límite constitucional alguno, toda vez que nuestra constitución no es militante. De otra parte, no se podía prejuzgar el resultado final de la tramitación: sin duda, el control intentado era abstracto y suponía recuperar una vía ya derogada del control preventivo de los estatutos de autonomía.
El Tribunal, cuando no se está ante una formalización normativa, carece de la inexcusable jurisdicción o competencia para pronunciarse. «La necesaria defensa jurisdiccional del ordenamiento no puede verificarse sino cuando cabe hablar propiamente de infracciones normativas, solo susceptibles de ser causadas, obviamente, por normas, y nunca por proyectos o intenciones normativas, que, en cuanto tales, pueden tener cualquier contenido. La jurisdicción puede reaccionar contra la forma jurídica que resulte de esas intenciones, pero la intención misma y su debate o discusión son inmunes en una sociedad democrática a todo control jurisdiccional, singularmente si el debate se sustancia en un Parlamento, sede privilegiada del debate público» (ATC/135/2004). De manera que en esta primera fase doctrinal el Tribunal considera con suspicacia la posibilidad de impugnar acuerdos o resoluciones, por su discutible condición jurídica, como normas vinculantes de derecho positivo, pues no tienen efectos externos o eficacia general, obligando exclusivamente a determinados sujetos parlamentarios. Por lo demás, el ataque o impugnación ante la jurisdicción constitucional de los actos señalados enerva el debate parlamentario y prejuzga el resultado normativo final.
Esta actitud recelosa frente al control parlamentario se va a abandonar durante el
procés, primero en relación con la impugnación del dret a decidir (STC 42/2014) y, sobre todo, en relación con los autos que recaen contra diversas
actuaciones de los órganos parlamentarios en resoluciones dictadas en ejecución de
la sentencia inicio del procés (STC 259/2015). La Sentencia 42/2014 había abierto la posibilidad de controlar una
Declaración ambivalente, según el Tribunal. A la vez política, pero también inequívocamente
jurídica. La resolución en cuestión se presenta indudablemente ante todos como habilitadora
del proceso que permita el ejercicio efectivo del derecho a decidir, y por tanto tiene
un propósito de causar efectos concretos. En su estela aparece en primer lugar la
sentencia inicio del procés (STC 259/2015), que reacciona frente a una declaración de voluntad de la Cámara catalana
de comienzo de un determinado proceso político y es capaz de producir efectos jurídicos
propios, pues, como se dijo en la STC 42/2014, no se agota en lo vinculante (
Es difícil negar que este control del Tribunal Constitucional del procedimiento parlamentario
alcanzó una intensidad inusitada (la expresión es de Borrajo), como la que suponía
la amenaza penal a los titulares de los órganos parlamentarios, por no ignorar que
incurrió en duplicaciones objetivamente innecesarias y que supuso un evidente límite
a la posibilidad de que el debate se produjese de modo irrestricto. Sin embargo, la
verdad es que la situación política no podía permitirse el ejercicio de las facultades
del Tribunal Constitucional como corresponde a una situación ordinaria. Desde el punto
de vista de la política constitucional, la no implicación inmediata del TC en el proces no se hubiera entendido. En ese sentido debe recordarse que se había verificado la
reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional en su art. 92, buscando reforzar
los poderes del Tribunal en relación con la ejecución de sus sentencias. En efecto,
lo que hace la reforma es atribuir al Tribunal Constitucional el control de la ejecución
de sus resoluciones adoptando las medidas pertinentes y resolviendo las incidencias
al respecto, previendo la solicitud de auxilio por su parte de las autoridades que
considere oportunas. Entre las medidas que puede adoptar están acordar la suspensión
en sus funciones de las autoridades o funcionarios incumplidores y hasta deducir el
testimonio para exigir en su caso responsabilidad penal. Tal reforma ha sido avalada
en su
constitucionalidad por dos sentencias del Tribunal Constitucional que en realidad
son consideradas manifestación de la potestad que le corresponde como a cualquier
Tribunal de ejercer la función jurisdiccional juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado.
De otro lado, no se trata de una reforma inaudita, pues la misma se mueve en la estela
del ordenamiento constitucional, al que la ley del Tribunal le atribuye las facultades
adecuadas urgentes, proporcionadas y eficaces para asegurar lo necesario de cara al
cumplimiento de sus resoluciones (
Llamamos la atención finalmente sobre el Auto 177/2022 porque por primera vez el Tribunal Constitucional suspende cautelarmente el procedimiento legislativo con ocasión de la admisión de un amparo frente a un acto parlamentario aceptando diversas enmiendas contra diversos preceptos de una proposición de ley orgánica. Se trataba de dos enmiendas que modificaban la LOTC y la LOPJ en relación con la elección de magistrados al TC que pretendían introducirse en una proposición de ley orgánica «de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea, y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso».
Las enmiendas fueron admitidas sin que la demanda de reconsideración fuese atendida.
Ante ello, y atendiendo las pretensiones de los recurrentes, el Tribunal Constitucional
adoptó la medida cautelar de suspender la introducción de las dos enmiendas, que dejaron
de formar parte de la tramitación de la ley en el Senado. Lo hizo por entender que
concurrían en la solicitud del amparo los principios de la irreversibilidad del prejuicio
y urgencia excepcional, en un supuesto en el que se trataba de los derechos de participación
de los demandantes, pero también de la composición y funciones de las instituciones
básicas del Estado constitucional (
En fin, la suspensión acordada no ocasiona una perturbación grave ni irreversible
a un interés constitucionalmente protegido o a los derechos fundamentales o libertades
de terceros porque no impide presentar una nueva iniciativa legislativa que tenga
por objeto el contenido de las enmiendas impugnadas (
Aunque la suspensión fue seguida de graves protestas, ha de resaltarse la detenida
argumentación del Tribunal y el que la decisión no era inaudita en el derecho constitucional,
como lo muestra el caso alemán, en donde una suspensión de procedimiento parlamentario
se produciría como consecuencia de la alegación de su derechos de participación de
un diputado. Nos referimos a la orden del Tribunal de Constitucional alemán de 5 de
julio de 2023 (segundo Senado), que acuerda la medida cautelar de suspensión de tramitación
solicitada por un diputado de la oposición (CDU) contra la fijación de la segunda
y tercera lecturas en Pleno del proyecto de ley de modificación de la ley de energía
de los edificios (
[1] |
«Hay que reconsiderar, en definitiva, el alcance y extensión de la intervención
del Parlamento en el ejercicio de la potestad legislativa antes que seguir manteniendo
que todo está bajo el dominio de la ley. La legitimidad de origen es necesaria, pero
no basta. Frente a la defensa a ultranza de la concepción tradicional de la ley,
seguramente más fructífero sería tratar de reajustarla a las nuevas exigencias
y demandas sociales. Sin olvidar que el poder ejecutivo también goza de legitimidad
democrática, siquiera sea indirecta. Seguir concibiéndolo como un mero receptor
de mandatos del legislador —degradado a ser un «obtuso receptor» de tales mandatos,
dijo ya hace años M. Bullinger— resulta por completo irreal e injustificado». Germán
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