Flavia Freidenberg Investigadora titular del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México e investigadora visitante en el CEPC
9 de febrero de 2023
América Latina se ha convertido en un estupendo laboratorio para quienes estudiamos Derecho o Ciencia Política. La mayoría de los países de la región se han caracterizado por ser especialmente activos en impulsar cambios en las reglas formales -legales y/o constitucionales- que rigen sus sistemas electorales en las últimas décadas. Desde el Observatorio de Reformas Políticas en América Latina, un proyecto conjunto de la Secretaría para el Fortalecimiento de la Democracia de la Organización de los Estados Americanos y del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, llevamos varios años contando reformas de manera comparada. Hemos explorado los orígenes, motivaciones, contenidos, causas y efectos de las reformas electorales sobre los sistemas políticos de la región y hemos conseguido identificar una serie de aprendizajes, de buenas prácticas y de otras que deberían revisarse.
A diferencia de los países europeos, que suelen ser bastante conservadores con sus sistemas electorales, en América Latina modificar las condiciones en las que se accede, se mantiene y/o se ejerce el poder suele ser muy común. Nuestro equipo de investigación ha podido registrar unos 297 cambios en once dimensiones de los sistemas electorales en 19 países desde 1977 [ver Base de Datos de Reformas Electorales en América Latina]. Estos cambios hacen suponer que las élites políticas confían en la capacidad de las reglas formales de determinar el comportamiento de los actores. Esta idea suele ser bastante ingenua porque, como se ha evidenciado en el derecho y la política comparada, existe una fuerte distancia entre lo que suele decir la norma (lo formal) y lo que realmente ocurre en la práctica política. Aun así, estas élites insisten en las reformas y han sido bastante exitosas -en unos países más que en otros- en desenmarañar los nudos de la política e incluso de volver a enredarlos.
El impulso a los cambios normativos evidencia que las élites esperan algo de las reformas. Nadie buscaría un cambio de normas si pensara que no les beneficiase. Las élites -de todas las ideologías- cambian las reglas porque pueden y porque confían en su capacidad para rediseñar las condiciones políticas (y los incentivos que las reglas esconden), cumpliendo con los mecanismos establecidos en los propios textos constitucionales para hacerlo (cuando tienen sus mayorías legislativas) y usando esta herramienta institucional porque creen que esos cambios pueden beneficiarlos –no para ceder o perder poder- y, además, perciben que les otorga cierta legitimidad a los procesos que impulsan. La manipulación constante de las normas que establecen cómo y quiénes pueden competir, que fijan el calendario electoral o el modo en que se cuentan los votos supone una oportunidad de incidir -e incluso trastocar- el funcionamiento de la democracia. Esos comportamientos de manipulación estratégica han favorecido la incertidumbre de las reglas, de las formas de hacer política e incluso de los procedimientos, cuando la situación de certeza es una condición necesaria y fundamental para la vigencia de un sistema político democrático.
La discusión reciente sobre las reformas electorales en países en proceso de democratización ha cuestionado muchas de las presunciones teóricas de los estudios europeos y anglosajones. La concepción clásica de los sistemas electorales suele definirlos como todos aquellos mecanismos que suponen la traducción de votos en escaños e incluye sólo cinco dimensiones claves: el principio de representación, la fórmula electoral, el distrito, la estructura del voto y el umbral electoral. A diferencia de esta visión, más recientemente se está empleando una conceptualización amplia del sistema electoral, incluyendo los cambios considerados “menores” o “técnicos”, como lo han señalado los trabajos de Kristof Jacobs y Monique Leyenaar. De ahí que se entienda como “reforma electoral” a cada cambio en una dimensión considerada “clave” de las reglas electorales -legales y/o constitucionales- en un momento dado de cada país.
Si bien las reformas deben atender las modificaciones a las cinco dimensiones que Dieter Nohlen alertó como parte del “corazón de los sistemas electorales”, también se deben considerar otras dimensiones técnicas que pueden ser precisamente las que transformen los incentivos y los recursos con los que cuentan los actores políticos y afecten las condiciones de la competencia y de la representación política Por ejemplo, las reformas al régimen electoral de género que han realizado 17 países desde 1991 a través de unas 45 modificaciones en la manera en que se registran las candidaturas a cargos de representación popular, atendiendo medidas de acción afirmativa y/o el principio de paridad de género, han sido cruciales en los recientes cambios a la representación política de las mujeres que ha experimentado la región [ver Base de Datos al Régimen Electoral de Género en América Latina].
La revisión de los procesos reformistas en América Latina ha permitido identificar al menos siete agendas de cambio institucional, algunas incluso con efectos contradictorios entre ellas, que tienen que ver con: a) una mayor inclusividad de la regla de elección presidencial; b) una mayor personalización del poder presidencial; c) una mayor proporcionalidad e inclusión en la fórmula de elección de los escaños legislativos; d) una mayor personalización del vínculo entre electores y partidos y cierta reducción de la capacidad de control de los partidos sobre las candidaturas (por el voto personalizado, cruzado o listas abiertas); e) una mayor representación descriptiva de las mujeres y otros grupos subrepresentados en las instituciones políticas; f) una ampliación de los derechos políticos de la ciudadanía (voto desde el exterior, voto para personas con discapacidad, voto anticipado, entre otros) y g) una mayor intervención del Estado en el financiamiento partidista y en la democratización de los procedimientos de selección de candidaturas.
Si bien existen diferencias entre los países respecto a la cantidad de reformas aprobadas, la mayoría de los cambios impulsados han sido resultado de una fuerte puja entre las élites políticas por controlar las reglas de juego, plasmar su visión partidaria -e incluso militante- de cómo se debe distribuir el poder y/o maximizar los beneficios que la implementación de las nuevas reglas puede tener sobre sus expectativas de poder. Muchas veces las élites perciben desventajas competitivas, no les gustan los resultados de las elecciones y/o evalúan que el diseño electoral no funciona como les conviene y, entonces, promueven reformas. Algunas veces las reformas se usan como parte de una estrategia discursiva, tanto de gobierno como de oposición, para alterar el statu quo, incluso de manera amenazante, con muy pocas probabilidades de ser llevadas a la práctica, porque no se tienen los votos necesarios para aprobarlas en los espacios legislativos. Otras veces (las menos) son resultado de diagnósticos muy precisos, que generan amplios consensos a través de acuerdos multipartidarios y/o pactos incluyentes, que consiguen generar transformaciones que amplían derechos, mejoran las condiciones de competitividad de los actores políticos y la convivencia pacífica, democratizan a las instituciones y/o legitiman al sistema (como los Acuerdos de Paz de Guatemala y/o El Salvador de la década de 1990 que incluían cambios a las reglas electorales).
Un fenómeno reciente es la imposición de reformas por parte de una coalición gobernante. En algunos sistemas de partidos predominante y/o cuasi hegemónicos, con liderazgos carismáticos, que cuentan con mayorías legislativas significativas para aprobar las propuestas de reformas sin negociaciones con otros partidos, los cambios se han aprobado sin recoger la voz de las minorías opositoras. Por ejemplo, la reforma electoral que está siendo impulsada en este momento en México (el denominado “Plan B”) no ha sido fruto de la deliberación plural y razonada sino que, por el contrario, en caso de aprobarse, resulta muy probable que suponga retrocesos en la democratización del país. De ahí que existan casos donde los impulsos reformistas se originan en los deseos de un líder o de una coalición gobernante, convencidos de la necesidad de consolidar sus proyectos políticos en las reglas de juego pero que, en la práctica, parecerían ser oportunidades para limitar o restringir la dinámica plural de la competencia del sistema de partidos. Además, esos impulsos reformistas suelen ser legitimados quienes siguen a quienes los proponen, incluso cuando suponen ideas desleales a la democracia liberal.
Esta ansiedad reformista da cuenta de que las reglas legales y constitucionales importan. En aquellos países que han sido hiperactivos (como Ecuador, Perú, México, o República Dominicana), el uso de las reformas como instrumento político ha resultado evidente. Por ejemplo, en Ecuador, se han modificado más de siete veces las reglas que rigen el modo en que se asignan los escaños legislativos, incluso aprobando métodos que afectaban directamente a las probabilidades de éxito electoral de quienes impulsaban la reforma. En algunos países más que en otros, especialmente donde existe este hiperactivismo reformista, la rotación de reformas no necesariamente ha tenido un impacto positivo, ya que muchas de ellas se equivocaron en el diagnóstico, apostaron por ideas fallidas o no tuvieron los resultados esperados (al menos los que se dijeron que iban a tener en los discursos que buscaron legitimarlas).
Los procesos de cambios de reglas han sido fundamentalmente elitistas. La ausencia de diálogo ciudadano en torno a los cambios de reglas ha sido una constante. Se trata más bien de ejercicios de élites que de deliberación crítica de la opinión pública. En muy pocas ocasiones se ha consultado a la ciudadanía sobre las reformas. Algunas veces, como en Ecuador o en Chile, se han usado mecanismos para consultar decisiones públicas que suponen cambios a los sistemas electorales, pero muy pocas veces la gente ha participado de manera activa en las diferentes fases del proceso reformista. Aun cuando la mayoría de las veces se da algún tipo de participación de “expertos/as”, esos diagnósticos -y las propuestas de solución de los problemas esbozados- no funcionan como verdaderos intercambios de ideas, evaluación de opciones y espacios de deliberación pública. Si bien existen parlamentos abiertos (como recientemente en México con la reforma electoral), no se suelen tomar en cuenta las críticas o los resultados de las deliberaciones en lo que finalmente se presenta como propuesta de reforma legal.
De ahí que incrementar el control ciudadano sobre los procesos reformistas, regular los tiempos de cuándo y cómo se pueden impulsar las reformas (como señalan de manera explícita las leyes panameñas y/o guatemaltecas), generar estrategias de pedagogía cívica para explicar las diversas propuestas e impulsar un mayor espíritu crítico respecto a las ventajas y desventajas de cada una de las reformas deberían ser exigencias concretas a incorporar en las evaluaciones que la ciudadanía, los medios de comunicación y la academia realizan sobre el modo en que las élites cambian (una y otra vez) las reglas de juego en las democracias de la región.
Cómo citar esta publicación:
Freidenberg, Flavia (9 de febrero de 2023). Desenredando los nudos de la política: el hiperactivismo reformista en América Latina Blog del CEPC https://www.cepc.gob.es/blog/desenredando-los-nudos-de-la-politica-el-hiperactivismo-reformista-en-america-latina