Crónica de la mesa 1 del XVIII Congreso de la Asociación de Constitucionalistas de España
García de Miranda, Juan. 1735. La educación de Santa Teresa.
Óleo sobre lienzo. Museo del Prado
Juan José Ruiz Ruiz (profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Jaén)
La sesión se inició con una intervención del moderador, Antonio López Castillo, profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid, para plantear algunos puntos de reflexión, resaltando que el contenido de esta mesa toca el punto central del derecho a la educación, al que no vale aproximarse solo con libertad e igualdad, sino también desde la democracia en la Constitución y la democracia constitucional, lo cual tiene implicaciones sobre cómo abordar los fines. También hay que preguntarse en qué medida hay un elemento de dinamicidad en la concreción de esos fines. Existe además una connotación sustantiva y no solo de orden formal que tiene que ver con el art. 1.1 CE, con el art. 10.1 CE y con otras proyecciones a lo largo del texto constitucional. En cuanto a la relación entre medios y fines, no solo hay que tener en cuenta las notas materiales sino también otras perspectivas, como los lenguajes en la enseñanza, lo que afecta tanto a las materias que tienen su propio lenguaje (lengua, matemáticas, etc.) como a algunas complementarias (cuando se forma en capacidades relativas al juego o cuando se desarrollan actividades deportivas), sin olvidar que la formación en el lenguaje informático sigue estando pendiente.
En cuanto a la ponencia de Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid, advierte que su reflexión sobre el derecho fundamental a la educación está en gran medida suscitada por su experiencia como consejero de Educación en Castilla y León durante cuatro años y por su perspectiva metodológica de un Derecho constitucional realista muy atento a los problemas concretos. Califica el artículo 27.2 sobre las finalidades de la educación como uno de los más hermosos y sugerentes de la Constitución, aunque con algunas redundancias (“personalidad humana”, "derechos y libertades"), sin olvidar que es una copia del art. 26.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, lo que denota una falta de originalidad en el constituyente español.
Cabría no obstante añadir un cuarto principio a los tres que actualmente enuncia el art. 27.2 si en un futuro tuviera lugar una reforma constitucional, el de responsabilidad, solidaridad y de respeto propio, hacia los demás y hacia la naturaleza, aunque se encuentra ya implícito sin duda en la convivencia democrática como finalidad de la educación. El concepto clásico de justicia distributiva remite a un balance entre lo que se recibe de la comunidad (aspecto muy destacado en el art. 27.2) y lo que se aporta a la comunidad (que solo de manera muy tácita se advierte en la actual redacción del precepto).
En cuanto a la jurisprudencia en torno al art. 27.2, ese ideario educativo constitucional se sitúa como objeto de enseñanza, manifestándose como principal preocupación que no se convierta en excusa para el adoctrinamiento escolar, es decir, para la catequesis ideológica, tanto en la escuela pública como en la escuela privada. Es una noción que surgió como límite al ideario educativo de los centros privados (trayendo a colación a Tomás y Valiente y su redacción de la STC 5/1981). Sea desde una óptica progresista, que reivindica la importancia crucial de este precepto, intentando con ello limitar la escuela privada, sea desde una conservadora, que señala el peligro de su radical ambigüedad, tratando con ello de defender la máxima libertad de la escuela privada y la máxima neutralidad ideológica de la pública, ambas coinciden en sospechar y en interpretar restrictivamente este ideario, de modo que puede calificarse el art 27.2 como un precepto paradójico: somos cada vez más conscientes de que hace falta educar en democracia a las nuevas generaciones, pero por mor del creciente pluralismo ético e ideológico no disponemos de consensos en torno a qué debemos entender por educación democrática, en particular sobre sus contenidos.
Por esa razón, se atreve a calificarlo como un precepto hermoso pero inquietante (como probablemente ocurre con toda belleza). La Constitución no es ni puede ser ideológicamente neutral en la educación, como ya señalara Ignacio de Otto, para quien el art. 27.2 es una cláusula de democracia militante, se encuentra penetrado de un favor democratii. Como está densamente poblada de valores (y por tanto, en negativo, de desvalores), la educación no puede ser ni neutra, porque no carece de rasgos distintivos expresivos, ni neutral, porque sí elige determinadas posiciones frente a otras en conflicto y porque opta por la democracia frente a cualquier forma de autoritarismo, por la igualdad frente al machismo, el racismo, la xenofobia, la homofobia, por un medio ambiente adecuado frente a un desarrollismo depredador de los recursos, por un sistema social que asegure la igualdad real y efectiva y además por parte básicamente del Estado y no del mercado; también por que la ideología de los padres tenga un papel decisivo en la educación de los hijos entre otras muchas decisiones fundamentales. ¿Cómo se concilia el deber de neutralidad ideológica de los espacios públicos o del educativo con el derecho de los padres del art. 27.3, que también por cierto es una copia de la Declaración Universal de Derechos Humanos? No es un problema sencillo que pueda resolverse universalmente a priori. El intento más serio de dar respuesta a este problema ha sido circunscribir el ideario educativo constitucional al estrecho espacio de lo que podríamos denominar lo oficialmente constitucional, es decir, solo Constitución y solo como se ha interpretado judicialmente, de forma que habría que impartir la educación democrática como clases de Derecho Constitucional, con las adaptaciones o piruetas pedagógicas necesarias y dando simplemente noticia fría, aséptica de los asuntos más conflictivos y opinables, manteniendo por supuesto siempre la neutralidad, la pluralidad y el espíritu crítico. Sin embargo, no todo el ideario educativo se colapsa directamente con el propio texto de la Constitución y su desarrollo y desde luego un enfoque de este tipo plantea serias dificultades de explotación pedagógica: el diálogo con los que piensan diferente no es un valor expresamente enunciado en la Constitución aunque se deduzca del pluralismo, ni tiene jurisprudencia ni legislación de desarrollo, pero es un valor de gran relevancia en el campo educativo que además debe enseñarse de modo fundamentalmente práctico aprendiendo a debatir con reglas (algo que se hace muy bien en Francia). Pensemos en la memoria histórica en nuestro país, en las innumerables personas asesinadas y enterradas de mala manera en las cunetas y parajes o en las víctimas de grupos terroristas. De esto evidentemente no habla la Constitución pero ¿no sería interesante que nuestros escolares puedan conocer lo que pasó y a partir de ahí puedan ser educados en lo que significa una convivencia democrática cabal?
Se podía concluir entonces que los principios fundamentales de convivencia y los derechos fundamentales del 27.2 no solo son los enunciados por el texto del 78, sino todos aquellos que se vayan juzgando interesantes o importantes para introducirlos en el currículum: lo constitucional no se reduce solo al texto constitucional ni se remite solo a 1978, ya que evoluciona, es una realidad dinámica. Para ilustrarlo pone como ejemplo la noción de sustrato ético sobre el que se asienta la Constitución, separando la doctrina del núcleo claro o sustrato moral del sistema constitucional de otras cuestiones más cambiantes o más opinables: se debe transmitir con toda rotundidad el primer nivel y mostrar las posiciones diversas del otro nivel, aunque no siempre sea fácil distinguir con castidad metodológica (así, el matrimonio homosexual sería un derecho fundamental que estaría dentro del sustrato ético del artículo 32 leído a la luz del artículo 14). De todos modos, recuerda que los escolares aprenden los valores democráticos no solo en la escuela, sino que los aprenden en otros muchos lugares, en sus familias o en su medio.
No siendo muchos los escenarios de aplicación del art. 27.2, sí que han sido muy importantes: más principio que regla, su interpretación ha sido crucial por acción y por omisión. Ha sido utilizado para limitar decisivamente el ideario educativo de los centros privados, para prohibir la educación en casa y para legitimar la introducción de la asignatura de educación para la ciudadanía, pero no se ha empleado de modo significativo en la discusión sobre la validez de las escuelas privadas diferenciadas por sexo o género y correlativamente sobre su posible financiación pública.
A partir de ahí formula Rey dos tesis fundamentales: en primer lugar, la ruptura del hasta ahora estrecho confinamiento teórico del asunto, es decir, el ideario como objeto de enseñanza en el marco de la preocupación por el adoctrinamiento. En este sentido cree necesario trazar una distinción entre dicho ideario como objeto de enseñanza (abordando problemas como el de la asignatura de educación para la ciudadanía o el problema del PIN parental) y como parámetro de validez de la organización del sistema educativo español en alguno de sus rasgos esenciales: aunque la democracia se enseña en la escuela, la organización y funcionamiento de la escuela debe ser en sí misma democrática. Esta dimensión sería el contenido verdaderamente relevante y denso de este precepto, remitiéndose a una posibilidad de control constitucional tan potente como apenas explorada.
La segunda tesis es que el debate teórico sobre el artículo 27.2 a menudo no se corresponde con la realidad de nuestro sistema educativo. En ese sentido, apunta que en los colegios e institutos tanto públicos como privados la cuestión es mucho más pacífica, cotidianamente hay multitud de clases, de actividades curriculares y extracurriculares que giran sobre la enseñanza en valores democráticos. Las más importantes, en cantidad y calidad, son las relativas a la igualdad entre mujeres y hombres, que es la gran cuestión constitucional de nuestro tiempo, pero también los temas medioambientales se trabajan mucho y generalmente muy bien en los centros educativos. La legislación (en último término, Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación) ha deletreado minuciosamente numerosos fines del sistema educativo a partir de lo establecido en el 27.2, de modo que ha ampliado y profundizado hasta el paroxismo la lista de objetivos y fines de la educación constitucional, no siempre con exquisita técnica, porque es innecesariamente exuberante, con lo que se producen evidentes solapamientos.
Es particularmente iluminadora su disposición adicional 41ª porque concreta los valores que sustentan la democracia y los derechos humanos en la prevención y solución de conflictos que deben desplegarse en el currículum de todas las etapas: i) la igualdad de género y la prevención de la violencia de género; ii) la igualdad de trato y no discriminación; iii) la prevención del acoso escolar y toda manifestación de violencia; iv) el conocimiento de la historia de la democracia española desde sus orígenes a la actualidad; y v) el respeto de las culturas étnicas minoritarias, especialmente de la gitana y la judía. De los cinco valores expuestos, cuatro tienen que ver con la prohibición de discriminación del art. 14. Sin embargo, la aplicación del art. 27.2 en las aulas españolas tiene un contenido mucho más amplio (la seguridad vial no aparece en la Constitución, pero es un buen ejemplo de convivencia en democracia), esto es, la alfabetización democrática es más amplia que la propiamente constitucional.
En realidad, los conflictos han procedido más bien de una minoría de grupos ultraconservadores católicos y especialmente es cuestión litigiosa la relativa a los derechos de la comunidad LGTBI: normalidad de la homosexualidad y de la transexualidad, educación afectivo-sexual, matrimonio homosexual; en definitiva, la cuestión de los distintos modelos de familia. La objeción a la educación para la ciudadanía se superó y está definitivamente enterrada: por supuesto que es válido establecer asignaturas de este tipo, aunque se pueda discutir su eficacia pedagógica o su inclusión de modo transversal en otras asignaturas en el currículum. En cuanto al PIN parental, considera que es un problema absolutamente inexistente, al no reportarse caso alguno de denuncia o queja por adoctrinamiento ideológico. Si los males de la educación son las tres “I”, ignorancia, inercia e ideología, aquí se añade un cuarto, la imaginación, porque se trata del abordaje de un problema inexistente, ya que además se trata de actividades complementarias organizadas por el centro, programadas de acuerdo a su proyecto curricular anual, realizadas en horario escolar, por el profesorado, obligatorias, evaluables y en las que ha participado el Consejo escolar, donde hay representación de los padres.
Esta relativa normalidad y tranquilidad de la educación en clave democrática no significa que no haya problemas y muchas cuestiones a mejorar. El art. 27.2 habla de democracia, pero frente al relato constitucional y legal se alza una visión de la democracia realmente existente con corrupción y falta de tolerancia (realismo mágico frente a realismo sucio). Para Rey este es un problema enorme, junto con el deterioro de las condiciones de trabajo del profesorado, a causa de la anterior crisis económica y de la actual, que puede ser incluso peor. Además, quienes enseñan Constitución o sistema político no cuentan con formación (ni inicial ni posterior) en esa materia, a salvo de sus conocimientos de historia o filosofía o de su propia inquietud personal: aunque se preocupen por estar al día, no son especialistas. Esto no quiere decir que no se trabaje bien en los centros escolares sobre la convivencia, hay protocolos contra acosos, responsables de convivencia, buenas prácticas, mentores…
En cuanto al ideario educativo como parámetro de validez, su uso para abordar la cuestión de la escuela en casa le parece adecuado, ya que la considera una forma de segregación doméstica (no permite la socialización y por tanto no es un tipo de educación inclusiva). Pero propone introducir un límite: ¿qué se entiende por sistema educativo democrático? Su propuesta es que el concepto de educación inclusiva sea el criterio para poder entender qué es una escuela democrática, lo que a su vez genera el problema de que es un concepto pedagógico, no jurídico; o, mejor dicho, no era un concepto jurídico, porque se ha juridificado por vía jurisprudencial y convencional pero solo en relación con estudiantes con discapacidad. Ahora bien, la escuela inclusiva se refiere a todos los alumnos, no solo a quienes tienen necesidades educativas especiales, concepto que por otro lado está en el parámetro del sistema educativo de integración, pero no de inclusión (de cara a una improbable reforma constitucional, propondría incluir esta idea en el art. 27). La educación inclusiva prohíbe toda forma de segregación y de exclusiones escolares y es aquí donde recoge la idea de la segregación, en el sentido de que en España tenemos un sistema educativo de obscena segregación racial, que afecta sobre todo a gitanos y a minorías de inmigrantes. No es de segregación en sentido estricto, pero no es inclusivo del todo en relación con los centros diferenciados por género y a los centros especiales de discapacidad. Aquí España tiene que hacer algunos deberes según nos está imponiendo el Comité de Derechos de las Personas con discapacidad de Naciones Unidas.
En definitiva, señala Fernando Rey que pedimos a la escuela en el art. 27.2 que sea la lavadora de todos los problemas de convivencia sociales, que arregle todos los desaguisados. Cuando nos encontramos algún problema social de cierto calado tendemos a decir que no los resuelve el Derecho, sino que tiene que ser la educación, que solo puede lo que puede. Teniendo esto en cuenta, no estaría de más formar al profesorado en materias propiamente constitucionales, aunque advierte que la convivencia democrática no se agota en la Constitución sino en muchas más cosas: el artículo 27.2 CE no tiene por sí solo, pese a su elegante belleza, valor taumatúrgico.
En su papel de comentarista Isabel Álvarez-Vélez (profesora de Derecho Constitucional en ICADE-Madrid) abordó varios puntos: aunque la Constitución no prevé el modelo de democracia militante, lo que con carácter general impide cualquier actividad de los poderes públicos que suponga controlar, seleccionar, propagar ideas y doctrinas, en el proceso educativo no puede haber la neutralidad que se exige en otros ámbitos, porque el único posicionamiento posible es en favor de la democracia, en favor de los valores, en favor de los derechos y libertades fundamentales. En esta sociedad cada vez más compleja hay que aprender desde el principio que la tolerancia es el valor fundamental, que sin esa tolerancia, sin esa educación en valores democráticos es imposible que la sociedad siga viviendo y que consigamos tener un futuro garantizado en paz y en convivencia pacífica en el ejercicio de derechos, conseguir el progreso social.
Es cierto que todas nuestras leyes educativas han intentado de alguna manera enmarcar el art. 27.2 CE dentro de sus planteamientos, a veces utilizándolo como arma arrojadiza de naturaleza política con un desarrollo u otro, lo que a su juicio es un gran problema, porque el consenso en materia educativa que tanto se ha reclamado nunca se ha llevado a buen término. La más reciente ley hace una referencia a la Convención de Derechos del Niño, en vigor desde el año 1989, texto en el que se señalaban ya los fines de la educación (art. 29), que debían haber plasmado todas nuestras leyes educativas: el desarrollo de la personalidad, de las aptitudes y de la capacidad mental del niño, poniendo el acento en esa necesaria formación individualizada, en el desarrollo al respeto de los derechos humanos y libertades fundamentales, poniendo por lo tanto el acento en esa proyección social que el menor va a tener a lo largo de su vida, el respeto de sus padres y a su propia identidad cultural, idioma, valores nacionales del país, a su entorno, su interacción en la escuela y en su familia. Prepararlo para una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de sexos, amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales, religiosos, son fines que acreditan que no estamos en una enseñanza aséptica sino en valores. El hecho de que por primera vez una ley orgánica cite entre sus fines los que consagra esta convención es interesante, porque la formación tiene que ser personalizada pero permitir que se integre en una sociedad muy concreta.
En 2018 el Comité de Derechos del Niño analizó el ámbito educativo y puso de manifiesto carencias que nos deberían hacer reflexionar sobre lo que pretendemos o lo que es esencial a la hora de desarrollar este derecho. En su informe se recogían dos asuntos especialmente relevantes: por un lado, las disfunciones que existen en algunas comunidades autónomas, apuntando a la cuestión de las lenguas y la diversidad territorial, que está abocando a rupturas y a una pérdida del sentido de formar parte de un todo común, lo que provoca desigualdades territoriales; por otro, que no tenemos una auténtica escuela inclusiva. Había cinco grandes puntos en los que el Comité recomendaba a España que pusiera el acento: i) garantizar el acceso a la enseñanza obligatoria; ii) reforzar las medidas encaminadas a aumentar en todas las comunidades el acceso a todas las plazas escolares; iii) desarrollar activamente medidas que aseguren a los niños de origen romaní y a los niños de origen inmigrante el apoyo suficiente, aspecto que toca de lleno la inclusión (que no solo debe abarcar los menores que tengan discapacidad, sino también a los menores que provengan de otras minorías que tienen que ser integrados en una escuela de buena calidad, impidiendo dejarlos al margen del sistema); iv) luchar contra el hostigamiento y el acoso (incluido el ciberacoso) que abarque prevención y mecanismos de detección temprana; y v) eliminar los estereotipos de género en el ámbito de la educación. El mayor problema, con todo, es la existencia de recursos humanos, técnicos y financieros suficientes, más que un problema de fines en la educación.
Antes de dar comienzo el debate, el moderador plantea cuatro ejes centrales en torno a los cuales articularlo: i) el propio concepto de educación, especialmente en relación con otros conceptos que alberga la Constitución, con su proyección en los estatutos de autonomía y con su encaje con la Carta Europea de Derechos Fundamentales; ii) la estaticidad o dinamicidad de la cláusula de los fines en el art. 27 CE; iii) los contenidos de la enseñanza; y iv) la educación diferenciada y el concepto de educación inclusiva.
Entre las intervenciones que se produjeron, Esther González llamó a incluir la educación de los consumidores como contenido de la educación en la escuela, conforme al gran desarrollo que ha conocido en las políticas públicas la información a los consumidores (con especial incidencia en relación con el juego, dada la alta incidencia entre jóvenes). Mª Luz Alarcón advierte sobre la conveniencia de estimular la participación o la implicación de la juventud en los problemas sociales y políticos de la comunidad para combatir el escepticismo democrático, entendido como incapacidad de la democracia para solucionar ciertos problemas como la corrupción o los problemas de tolerancia.
Plantea Federico de Montalvo la cuestión del 'homeschooling', que en respuesta de Fernando Rey no prohíbe la STC 133/2010, que solo constata que no está previsto legalmente, con un argumento de razonabilidad muy parecido al que ofreció en su día el Tribunal Constitucional Federal alemán cuando decía que la educación en casa por los padres no permite la socialización de los alumnos, evidenciando que no se trata de un problema de nivel educativo, ya que se podría permitir que los padres preparasen a sus hijos con determinados temarios. Aunque no hablara todavía de inclusión, porque dicho paradigma no estaba disponible en el ámbito jurídico, en realidad es a lo que se estaba refiriendo el Tribunal Constitucional español.
En cuanto a la cuestión del llamado PIN parental, es decir, la posibilidad de que los padres ejerzan una objeción de conciencia contra actividades complementarias cuando fuesen impartidas por personal o colectivos externos al centro educativo, en sentido favorable a la constitucionalidad de la medida como opción del legislador ante cuestiones especialmente sensibles se pronunció Germán Teruel, que la sustenta en el derecho de los padres a decidir la educación moral y religiosa de sus hijos, siempre y cuando se aseguren los demás fines que resultan del art. 27 CE. En el mismo sentido se posicionaba Abraham Barrero, para quien no plantea problemas de constitucionalidad si el legislador contemplara una objeción de esa naturaleza, posición a la que se suma Rey, pero no, en parte, Laura Gómez Abeja, quien, planteando si la naturaleza jurídica de la facultad de los padres es una auténtica objeción, la consideraba no correctamente formulada, en tanto que existe una obligación jurídica de los alumnos de asistir a estas actividades complementarias, reguladas como obligatorias, por lo que introducir su exención por norma de una consejería autonómica supondría una ilegalidad manifiesta.
Javier García Roca intervino a propósito de la educación diferenciada, que a su juicio, requeriría de una justificación constitucional reforzada, primero por un problema de igualdad efectiva (en el sentido de remover obstáculos…); segundo, porque es muy difícil formar a hombres y mujeres en un trato igualitario en la vida familiar si se comienza por separarlos; recuerda por último la jurisprudencia del TEDH sobre extranjeros e inmigrantes, en la que se ha mostrado muy reacio a la separación de colectivos distintos.
Francisco Balaguer Callejón trajo a colación la diferente noción de las categorías constitucionales que tienen los nativos digitales, por cuanto no consideran lesión de los derechos fundamentales la violación del secreto de las comunicaciones ni consideran que la elaboración de perfiles personales que puedan identificar sus actitudes políticas pueda ser un problema, debido a una fascinación por el desarrollo tecnológico que merecería mayor atención no solo en la educación escolar, sino en la educación de adultos.
Gemma Burkhardt hizo notar por su parte que la inclusión juega en contra de los alumnos con distintas capacidades (sean altas capacidades o déficits de capacidad), pues al aplicárseles un trato igual resultan segregados y las correcciones que introduce el sistema terminan lesionando su derecho individual, de modo que parecen anteponerse los fines del Estado en materia educativa a la naturaleza individual del derecho fundamental. En contra parecía posicionarse José Luis López, para el que los especialistas en alta capacidad desaconsejan crear guetos, haciendo que sus necesidades sean compatibles con otros estudiantes.
Fernando Rey respondió a estas intervenciones señalando que la inclusividad no es una noción topográfica o geográfica, como si se tratase de juntar estudiantes, sino que más bien es una noción que está orientada a reflejar la propia complejidad social, sin que sea incompatible con la atención a las necesidades específicas de cada cual. En cuanto a la inclusividad y la educación diferenciada, considera incompatible la segunda con la primera, pero destaca que la segregación por sí misma no es excluyente, ya que en la educación diferenciada las niñas pueden por ejemplo obtener mejores resultados que los niños, es decir, que la segregación para no ser inclusiva requiere separación física pero además un detrimento de la calidad educativa de un grupo respecto del otro, aspecto este que no se ha constatado en la educación diferenciada. Bajo este prisma no sería segregadora pero tampoco inclusiva, precisando que aunque es legítima en la enseñanza privada, no lo puede ser en la escuela pública. Segregación por tanto en sentido estricto sería la segregación racial en España, cuestión que si fuera objeto de recursos de amparo ante el Tribunal Constitucional podría dar lugar a un pronunciamiento más general sobre la inconstitucionalidad de algunas normas.