Antonio-Martín Porras Gómez Profesor lector Serra Húnter, Universitat de Barcelona
19 de diciembre de 2024
El vertiginoso avance de las universidades privadas está transformando el paisaje de la educación superior en España. Con 50 instituciones públicas frente a 46 privadas y una decena más en gestación, el sistema universitario parece encontrarse en una encrucijada histórica. Este crecimiento desbordante, revestido de un supuesto aura de triunfo del liberalismo en la enseñanza superior, pone al descubierto dos fallos estructurales del libre mercado que desdibujan su propia legitimidad económica, al tiempo que amenazan al modelo educativo: la asimetría de información (information asymmetry) y el parasitismo (free riding).
Como advirtió Akerlof (1970), en mercados donde la información es desigual, el consumidor queda indefenso y la calidad se degrada. En el sector universitario, esto se traduce en estudiantes que invierten en títulos que no alcanzan los estándares deseados y empresas que contratan egresados cuyos conocimientos no están a la altura de lo esperado. Y, tal como alertó Ostrom (1999), los bienes comunes, cuando se parasitan con oportunismo, se degradan. En el caso de la educación superior, esto se traduce en un sistema que permite a instituciones privadas apropiarse del prestigio construido por las universidades públicas sin aportar al conocimiento colectivo, deteriorando así el valor de la universidad.
La asimetría de información desorienta al estudiante respecto a lo que realmente está recibiendo. Las universidades privadas suelen priorizar una narrativa comercial que relega información clave sobre su rigor académico o el nivel de preparación real que ofrecen. Un estudiante puede matricularse en un grado sin saber que los profesores son contratados por horas o que apenas realizan investigación y actualización académica. Al final, el título obtenido en la universidad privada puede resultar insuficiente para competir en un mercado laboral exigente, y el egresado y las empresas quedan atrapados en una relación laboral manifiestamente mejorable.
El parasitismo, por su parte, permite a las universidades privadas aprovecharse gratuitamente del prestigio construido con esfuerzo por las universidades públicas. Usan términos como ‘grado’, ‘máster’ y ‘universidad’, pero, si no contribuyen a la generación de conocimiento o al avance de la investigación, se limitan a explotar un bien común: el prestigio social de la educación superior. Las universidades públicas, con sus publicaciones, debates y avances en las trincheras del conocimiento global, son las verdaderas arquitectas del sistema educativo (como se puede comprobar en los resultados del U Ranking de Universidades de 2024, elaborado por la Fundación BBVA e Ivie). Las privadas pueden parasitar ese prestigio sin generar conocimiento ni profundizar en la investigación.
Existe una disparidad estructural en la calidad de las universidades privadas respecto de las públicas si las universidades privadas subordinan el rigor académico a las demandas comerciales. En ocasiones estas instituciones llegan incluso a reprender al profesorado por impartir contenidos considerados demasiado profundos o exhaustivos. Lo cual ilustra un patrón inquietante: un modelo en el que se sacrifica el conocimiento en aras de la comodidad de los estudiantes-clientes. Las universidades privadas, a menudo disfrazadas de templos del saber, son en muchos casos poco más que escaparates deslumbrantes con contenidos vacíos.
La regulación estatal es esencial para corregir estos desequilibrios. El art. 27 de la Constitución Española consagra el derecho a una educación de calidad, mientras que el art. 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales refuerza la obligación de los Estados de garantizar que las instituciones privadas cumplan con estándares de calidad. Regular no significa asfixiar la iniciativa privada (protegida constitucionalmente en este ámbito); significa garantizar que lo que llamamos universidad lo sea realmente y que los grados, masters y doctorados representen rigor intelectual y conocimiento avanzado. Una universidad no puede ser un escaparate, ni un grado un simple membrete expedido en nombre del Rey. La universidad encarna un compromiso con el rigor, una promesa de formación sólida, y el respeto que merece la educación como piedra angular de una sociedad que aspira al desarrollo humano. Sin embargo, la regulación actual adolece de carencias profundas que erosionan estos principios.
La creación de universidades está regulada por la Ley Orgánica 2/2023, del Sistema Universitario (LOSU), y por el Real Decreto 640/2021 (con aplicación en todas las Comunidades Autónomas, amparada en la competencia exclusiva estatal derivada de los arts. 149.1.1ª –regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos constitucionales– y 149.1.30ª –regulación de las condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y profesionales y normas básicas para el desarrollo del artículo 27 de la Constitución-). Según el art. 4.1 de la LOSU, la creación de una universidad debe ser aprobada mediante una ley de la asamblea legislativa de la Comunidad Autónoma correspondiente, con un informe preceptivo de la Conferencia General de Política Universitaria (que, conforme al art. 14 de la LOSU, es un órgano puramente político, compuesto por el Ministro de Universidades y los consejeros responsables de la educación universitaria en las Comunidades Autónomas). Dicho informe no es vinculante, permitiendo a las Comunidades Autónomas decidir independientemente de su contenido.
En el ámbito de la docencia, la libertad de cátedra está insuficientemente protegida en las universidades privadas. En las universidades públicas dicha libertad se encuentra firmemente anclada en la inamovilidad funcionarial de catedráticos y profesores titulares. El art. 10 del Real Decreto 640/2021 obliga a todas las universidades, públicas y privadas, a reconocer este derecho en sus estatutos, pero se limita a una declaración de intenciones desprovista de mecanismos efectivos de supervisión externa o sanciones frente a su vulneración. En paralelo, el art. 7 establece estándares para el personal docente e investigador que distan de responder a las exigencias de una universidad comprometida con la excelencia. Permitir que hasta un 40 % del profesorado sea temporal y que hasta el 50 % no tenga el título de doctor posibilita que ciertas universidades privadas acaben ofertando una enseñanza que no responda a los necesarios requisitos de calidad formativa.
En el ámbito de la investigación, la complacencia normativa es alarmante. El art. 6 del Real Decreto 640/2021 exige que las universidades destinen solo un 5 % de su presupuesto a investigación y transferencia del conocimiento y el art. 7 solo impone que un 60 % de los doctores obtengan evaluaciones positivas en su actividad investigadora. Incluso los requisitos más concretos, como la publicación de dos artículos al año por cada tres profesores a tiempo completo, resultan claramente insuficientes, sobre todo no señalarse requisitos de calidad de dichas publicaciones. Además, estos requisitos están desprovistos de mecanismos de supervisión externa o sanciones ante el incumplimiento, permitiendo que los estándares se diluyan aún más en la opacidad. Este contexto no solo desincentiva la producción científica, sino que también degrada la calidad docente: investigación y enseñanza son vasos comunicantes, y la primera, cuando languidece, arrastra consigo a la segunda (Clarck, 1997).
La supervisión de las universidades en España es claramente deficiente, basada en dos instrumentos que presentan serias limitaciones. El primero es la obligación de presentar una memoria anual (art. 12.1 del Real Decreto 640/2021), que debe ser revisada por las autoridades autonómicas. Sin embargo, este mecanismo enfrenta el evidente problema del ‘sesgo de autoinforme’ (self-reporting bias): difícilmente se puede esperar que una institución sea crítica consigo misma si su propia existencia es la que está en juego. El segundo instrumento, recogido en el art. 14.8 del mismo Real Decreto, consiste en un procedimiento de revisión que se realiza cada seis años. Este proceso, liderado por el Consejo de Universidades y basado en un informe de expertos designados por una agencia de calidad, aparenta ser riguroso. No obstante, su diseño lo hace demasiado drástico, ya que está orientado a resolver casos extremos, mediante la prohibición del funcionamiento de una universidad que podría emplear a cientos de trabajadores y albergar a miles de estudiantes. Este enfoque es adecuado únicamente para infracciones graves y sistemáticas, pero resulta ineficaz para abordar deficiencias concretas en la investigación o en la falta de protección de la libertad de cátedra. Además, conforme al art. 16 de la LOSU, el Consejo de Universidades está esencialmente compuesto por los rectores de las universidades… incluidos los de las universidades privadas. Con lo cual se genera un cierto solapamiento entre reguladores y regulados. Sobre todo, teniendo en cuenta que pronto las universidades privadas tendrán la mayoría en dicho órgano.
El Real Decreto 640/2021 se aplica igual a universidades públicas y privadas. Pero en la práctica, actúa como estándar de calidad mínimo para las segundas. Las universidades privadas priorizan la sostenibilidad económica de sus operaciones, lo cual tiende a comprometer la libertad de cátedra (con presiones para conformar la docencia a los gustos del alumnado) y desincentiva la investigación (al no ser inmediatamente rentable). En cambio, las universidades públicas, al no tener una necesidad de sostenibilidad económica, pueden adoptar una visión a largo plazo y centrarse en su misión principal: generar conocimiento y garantizar una formación integral de calidad, con un profesorado protegido en su libertad de cátedra y más o menos incentivado para investigar y generar conocimiento propio.
La solución no puede ser un mero ajuste superficial: es necesario redefinir el concepto de universidad privada. Solo aquellas instituciones que integren genuinamente docencia e investigación, y que protejan con rigor la libertad de cátedra de sus profesores, deberían tener derecho a denominarse universidades. La regulación actual, insuficiente e indolente, carece de las herramientas necesarias para garantizar que las universidades privadas asuman su responsabilidad hacia un sistema educativo de calidad.
Bibliografía
AKERLOF, George A. (1970). ”The Market for ‘Lemons’: Quality Uncertainty and the Market Mechanism”, Quarterly Journal of Economics, 84(3), 488–500
CLARK, Burton R. (1997). “The modern integration of research activities with teaching and learning”, The Journal of Higher Education, 68(3), 241-255
OSTROM, Elinor (1999). “Coping with tragedies of the commons”, Annual Review of Political Science, 2(1), 493–535
Cómo citar esta publicación:
Porras Gómez, Antonio-Martín (19 de diciembre de 2024. La regulación de las universidades privadas en España frente a los fallos del libre mercado. Blog del CEPC https://www.cepc.gob.es/blog/la-regulacion-de-las-universidades-privadas-en-espana-frente-los-fallos-del-libre-mercado