Sobre el constitucionalismo del bien común en los tiempos del COVID: ¿es posible un constitucionalismo iliberal?

La Constitución de los Estados Unidos de América, 1787, Artículo Uno.

La Constitución de los Estados Unidos de América, 1787, Artículo Uno.
Fuente US National Archives

Joaquín Sarrión Esteve

Investigador Ramón y Cajal y Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

jsarrion@der.uned.es

I.

Un conocido profesor de Derecho Constitucional de Harvard, Adrian Vermeule, ha publicado recientemente un provocativo artículo titulado Beyond Originalism en la revista The Atlantic. En este trabajo retoma el interesante debate, propio del constitucionalismo norteamericano, sobre la interpretación de la Constitución; provocando, en palabras de mi querido colega Alfonso Herrera, una conmoción en la discusión de la teoría jurídica en el contexto de la actual pandemia.

La importancia sustantiva, pero también simbólica, de la Constitución de los Estados Unidos para el constitucionalismo es innegable, por ello me parece interesante llamar la atención sobre la reapertura del debate sobre la hermenéutica constitucional.

Dentro de las teorías sobre la interpretación constitucional, el originalismo constitucional (constitutional originalism) defiende que el juez debe aplicar la Constitución conforme al significado del texto en el momento en que fue aprobado o ratificado; y que precisar este significado serviría para orientar la práctica (aplicación) constitucional contemporánea, que estaría vinculada a la propia autoridad de ese significado o sentido original hasta que se produzca una eventual reforma constitucional.

Frente al originalismo, el consituticionalismo viviente (living constitutionalism) defiende dar a la Constitución un significado adaptado a los cambios y a la realidad del momento y, por tanto, propugna un mayor activismo judicial en la interpretación constitucional, que haría innecesaria una reforma constitucional para hacer de la Constitución un cuerpo normativo dinámico, es decir, vivo.

Ciertamente, interpretar una norma constitucional consiste en inferir o extraer de la misma, dentro de los posibles sentidos, su correcto o, podríamos decir, mejor significado. Pero mientras que para el originalismo ese significado correcto, que debe regir la interpretación del operador jurídico, es el sentido objetivo de la norma -incorporado en la misma- que responde al razonable significado original (lo que haría que el juez renunciara a resolver según sus preferencias y optara por aplicar la Constitución haciéndola Derecho objetivo); para el constitucionalismo vivo el significado correcto de la norma constitucional se encuentra en el presente al que ésta debe ser aplicada.

Frecuentemente se ha asociado la teoría interpretativa del originalismo con una visión o filosofía política más conservadora, y el constitucionalismo viviente con una de corte progresista (liberal en EEUU); y Vermeule ha entrado en el debate, como elefante en cacharrería, en el actual contexto de la crisis sanitaria provocada por el COVID-19.

El profesor de Harvard, desde la filosofía política conservadora -y esto es relevante- defiende una lectura e interpretación moral de la Constitución. Para Vermeule la teoría del originalismo, que sirvió en un principio como un instrumento de defensa del conservadurismo frente al liberalismo triunfante en la academia y la judicatura, se ha convertido en un lastre, un mandato al que se adscribe la práctica totalidad de los juristas conservadores americanos, así como los jueces recientemente nominados por la Administración Republicana; su triunfo sería tal que hasta algunos juristas liberales habrían abandonado el constitucionalismo vivo para abrazar el lenguaje originalista.

Se hace necesario, considera Vermeule, el desarrollo de una aproximación conservadora -robusta y sustantiva- al Derecho constitucional y a la teoría interpretativa de la Constitución, que estaría basada en los principios de que el Gobierno debe ayudar directamente a las personas, las asociaciones y, en general, a la sociedad, con la vista puesta en el bien común. Esto sería, si cabe, más necesario en el momento de una crisis de salud como la que vivimos, y que haría necesario el orden de un gobierno justo con un amplio poder para hacerle frente, con una interpretación amplia del concepto de salud en el sentido también de bienestar social. Teoría que ha bautizado como common-good constitutionalism, es decir, el constitucionalismo del bien común.

Esta teoría, metodológicamente deudora de Dworkin, liberaría la interpretación constitucional del originalismo, pero le dotaría de un contenido sustantivamente diferente del pretendido originalmente, valga el juego de palabras, por Dworking, pues estaría sustentada en principios más bien conservadores y, en definitiva, en el reconocimiento de que la promoción de la moral es la función principal que legitima la autoridad; enmarcándose dentro de lo que podríamos denominar cierta tendencia iliberal que se puede observar en el debate constitucional de la actualidad.

La respuesta no se ha hecho esperar. Desde el originalismo, el prof. Barnett ha contestado en el mismo medio, The Atlantic, advirtiendo sobre los peligros de una lectura no originalista de la Constitución, y revisando los postulados su teoría, en Common-Good Constitutionalism Reveals the Dangers of Any Non-originalist Approach to the Constitution. Desde otras posiciones, el profesor David Dyzenhaus escribe, en Verfassugsblog on Matters Constitutional, Schimitten in the USA, sobre la influencia de Carl Schmitt en el mundo jurídico anglosajón, que se manifestaría de forma actualizada en los planteamientos de Vermeule, aunque sin que lo mencionara, y que entroncan, en opinión de Dyzenhaus, con la democracia iliberal de Orbán en Hungría.

II.

La doctrina de la “democracia iliberal” fue inicialmente teorizada por Fareed  Zakaria (The Rise of illiberal Democracy) en 1997, si bien ha conseguido nuevo protagonismo con su asunción por Víctor Orbán en Hungría. Básicamente la democracia iliberal implicaría desgajar o apartar del modelo de democracia constitucional los principios y postulados liberales del Estado de Derecho, evolucionando desde una democracia liberal a una democracia iliberal.

Desde una concepción axiológica, siguiendo a Torres del Moral, el Estado de Derecho no se puede limitar a la sujeción del gobierno al Derecho en el ejercicio del poder, puesto que esta observancia de la norma se puede dar también en los sistemas autocráticos, de forma que el Estado de Derecho exige la incorporación de la justicia, así como el límite y control del poder político, siendo la democracia la realización plena del Estado de Derecho (A. Torres del Moral, Estado de Derecho y Democracia de Partidos, 5ª edición, Universitas, p. 102)

Ahora bien, ¿cabe la democracia sin Estado de Derecho? ¿es posible defender, hoy, un constitucionalismo iliberal?

Decía ya en 1789 la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano que “una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de constitución”. Además, la propia evolución del constitucionalismo liberal-democrático ha incorporado la dimensión social en la configuración del estado social y democrático de derecho, así como el pluralismo político, sin perder los elementos esenciales del imperio de la ley y la garantía de los derechos y libertades; de forma que hoy en día podríamos decir que el estado constitucional se ha realizado de forma completa en la democracia constitucional, con fundamento en una constitución normativa que garantiza la separación de poderes, los derechos y libertades, y es al mismo tiempo pluralista, y abierta. Desde una concepción como ésta, sustantiva, no cabe ni una democracia ni un constitucionalismo iliberal, puesto que los postulados de Estado de Derecho, Social, y Democrático, así como los de constitución normativa, plural y abierta, forman parte de la propia democracia constitucional como régimen jurídico-político; y en este sentido una democracia iliberal, si bien posible de forma fáctica, no sería democracia (constitucional) en un sentido prescriptivo.

III.

Apenas unos días antes de la publicación del artículo de Vermeule, en The Atlantic, se presentaba en el Parlamento húngaro el proyecto de ley de protección contra el coronavirus (Draft Law on Protecting Against Coronavirus), que otorga poderes extraordinarios a Orbán, posibilitando que gobierne por decreto, sin límite temporal ni control parlamentario, para hacer frente a la crisis sanitaria; motivando la preocupación europea, de la que se ha hecho eco la Comisión de Libertades Civiles del Parlamento Europeo (LIBE Committee)

La preocupación europea por el desarrollo de corrientes iliberales, en Europa, se ha puesto de manifiesto también en el caso de Polonia. El último episodio se ha producido con ocasión de  la aprobación de la nueva ley del poder judicial de 20 de diciembre de 2019, que entró en vigor el 14 de febrero de 2020, y que puede afectar a la independencia de los jueces, lo que ha motivado el inicio de un procedimiento de incumplimiento por parte de la Comisión Europea con fecha de 29 de abril de 2020 (Rule of Law: European Commission launches infringement procedure to safeguard the Independence of judges in Poland).

No estamos ante una preocupación menor, en una Unión Europea que se construye sobre los principios de libertad, democracia y respeto de los derechos humanos, las libertades fundamentales y el Estado de Derecho (Preámbulo del Tratado de la Unión Europea).

Es cierto que en tiempos de pandemia y de crisis sanitaria, como los actuales, pueden ser necesarias medidas excepcionales que protejan la salud de los ciudadanos, haciendo valer, como dice Bombillar Sáenz, el viejo principio de Salus Publica suprema lex esto, que se deriva del viejo principio proclamado por Cicerón «Regio imperio duo sunto, iique a praeeundo iudicando consulendo praetores iudices consules appellamino. Militae summum ius habento nemini parento. Ollis salus populi suprema lex esto» (Cfr. A. Sánchez de la Torre, p. 41), o actualizando la famosa frase de Carville en la exitosa campaña de Clinton en 1992: ¡Es la salud, estúpido!

Este principio ciceroniano se suele utilizar con expresiones variantes (Salus publica suprema lex est, o salus publica suprema lex esto), utilizando la expresión “salus publica” por “salus populi”, lo que no deja de ser interesante. Esto puede responder a que la antigua diosa romana Salus también aparecía mencionada como Salus publica en algunos casos, como indica Sánchez de la Torre en el trabajo arriba citado.

En cualquier caso, quiero señalar la importancia de comprender que, en el espíritu de este principio o ley, la finalidad no es tanto obtener o garantizar la salud del pueblo o la salud pública, sino más bien su bienestar, que es un concepto más amplio, aunque incluya también la salud. Por eso, quizá, la traducción al inglés de esta ley de Cicerón -the people’s good is the highest law- es más acertada o precisa que la traducción o sentido que le solemos atribuir en la lengua española (Véase H. Rawson, Unwritten Laws: the unofficial rules of life as handed down by Murphy and other sages, Castle Books, 2002, pp. 52-53).

Por eso me ha resultado muy sugestivo, y conecto con el principio de esta reflexión, el planteamiento realizado por Vermeule sobre el constitucionalismo del bien común. Si dejamos a un lado el carácter autoritario del contenido sustantivo que pretende atribuir al texto constitucional, puede ser útil para replantear(nos) el sentido correcto, el mejor sentido, que debe tener la norma fundamental a la luz del principio ciceroniano.

La teoría jurídica, y en particular la teoría de la interpretación -la hermenéutica-, condiciona en gran manera la aplicación del Derecho. Este potencial efecto que determina la práctica jurídica hace de la performatividad de la teoría jurídica un problema político (D. Roth-Isigkeit, The Plurality Trilema, Palgrave, 2018, p. 2); que es predicable también del propio Derecho Constitucional; por ello adquiere una especial importancia el debate jurídico constitucional para hacer frente, y dar respuesta, a los problemas del tiempo que nos ha tocado vivir.

En previsión de situaciones de crisis de salud pública, como la actual, la legislación sanitaria ordinaria ya incluye instrumentos jurídicos potentes, pero muchos textos constitucionales prevén también mecanismos de excepción que posibilitan la adopción de medidas no ordinarias, incluyendo la limitación general de derechos fundamentales, como ocurre con el estado de alarma en nuestra Constitución; sin embargo, siempre hay que tener presente que las medidas adoptadas deben aplicarse de forma proporcional y ponderada, pues las garantías constitucionales de los derechos fundamentales, aún limitados, permanecen vigentes y son aplicables, como la misma Constitución, en el estado de alarma.

Seguro es que superaremos esta profunda crisis sanitaria, la guerra de nuestra generación, pero la transición a la “nueva normalidad”, y la realidad social en la que tendremos que vivir, exige de nosotros un profundo y vivo debate como sociedad. Los constitucionalistas no podemos ser ajenos, debemos participar en ese debate para garantizar que el constitucionalismo democrático, con el Estado de Derecho, la garantía de derechos y libertades fundamentales, y los principios propios de una sociedad abierta y plural, que le son característicos, permanecen en la Europa que despertará tras la pandemia.

 

Agradecimientos

El autor agradece el apoyo de la Ayuda del Programa “Ramón y Cajal“ RYC-2015-188821, financiada por el Ministerio de Ciencia e Innovación a través de la Agencia Estatal de Investigación (EAI), y cofinanciada por el Fondo Social Europeo.

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