Por Gabriel Moreno González
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Extremadura
1.-La Unión, un necesario espacio de solidaridad
Desde su inicio, la integración europea ha girado fundamentalmente en torno al elemento económico, en el que ocupa un lugar central la construcción de un mercado común. Como objetivo prioritario del proyecto ha sido también uno de sus logros más avanzados, al haber conseguido un asombroso grado de consecución jurídica y material en la práctica totalidad de sectores y ámbitos normados. La correlativa mayor integración en la arena política, además, no puede explicarse sin su dependencia con la económica, en la medida en que ésta creaba (y sigue creando) un permanente foco de problemáticas que deben ser resueltas mediante ulteriores avances graduales. Así, a modo de ejemplo, la libertad de desplazamiento de trabajadores, esencialmente económica, provocó la necesidad de articular instrumentos de cooperación judicial y policial; o la libertad de bienes y servicios, que constituye también la causa eficiente de la armonización de los procedimientos administrativos. La “solidaridad de hecho” de la que nos hablaba Schuman ha demostrado su eficacia como palanca desde la cual la integración se ha ido profundizando y ampliando.
Los procesos de market-building, como el realizado por la UE, precisan de un marco institucional que los impulse y dote a los nuevos conjuntos de relaciones económicas de la necesaria seguridad jurídica. Esa institucionalidad común como conditio sine qua non del nuevo mercado debe, a su vez, revestirse de los oportunos mecanismos de legitimidad y control si se desea mantener el principio democrático como paradigma político. De aquí se deduce también, en buena medida, los progresivos avances en la constitucionalización de la Unión Europea, con el refuerzo paulatino del Parlamento Europeo y la vinculatoriedad de la Carta de Derechos Fundamentales. Y sin embargo esa constitucionalización, que ha alcanzado en ocasiones cotas insospechadas hasta para los originarios y más fervorosos europeístas, no ha conseguido articular con efectividad los instrumentos de solidaridad territorial que sí se dan en el marco interno de los Estados. Recordemos que éstos son también productos histórico-concretos, a pesar de la mayor carga simbólica que ciertos atavismos nacionalistas quieren atribuirles, y que ellos mismos lideraron proyectos de market-building nacionales desde finales del siglo XVIII y, sobre todo, a lo largo del siglo XIX. En ellos consiguieron crear mercados únicos estables que permitieron elevadas tasas de crecimiento económico, pero acompañaron esta consecución con incipientes mecanismos de redistribución de la riqueza vía impositiva y, sobre todo, con instrumentos suficientes como para hacer frente a las externalidades negativas de la nueva realidad económica. Esto es, precisamente, lo que falta aún por completarse en la Unión Europea, que ha conseguido ese altísimo grado de integración comercial y económica, pero no ha completado el arquitrabe que sostenga la correlativamente necesaria integración fiscal y social.
Las cuatro grandes libertades económicas fundamentales (capitales, bienes, servicios y trabajadores) operan así respaldadas al máximo nivel por el ordenamiento comunitario, pero apenas encuentran cauces normativos que atenúen sus derivaciones más problemáticas. El dumping fiscal y laboral, la evasión de capitales en busca de un foro impositivo más beneficioso o una desmedida técnica regulativa de reconocimiento mutuo, son algunos de los productos socialmente perjudiciales que dimanan de una integración económica negativa, ya completada, y de una integración fiscal y política positiva aún inacabada. Es algo fácilmente constatable desde una mínima exégesis de los procedimientos decisorios que el derecho originario contempla en cada uno de los ámbitos: mientras que para el mercado único se sigue el procedimiento comunitario de codecisión en el que opera la mayoría, para las medidas de integración fiscal aún se necesita la unanimidad intergubernamental en el Consejo, cuando no en el Consejo Europeo directamente. Apriorísticamente, pues, se otorga ab initio una mayor facilidad para la profundización de la integración negativa frente a la positiva, quizá en el temor de la naturaleza y el carácter más federalizante de esta última.
En este contexto político-normativo la Unión tuvo que hacer frente, sobre todo a partir de 2009, a la crisis económica y financiera internacional. Sin embargo, en vez de impulsar aquella integración positiva de manera decidida, pudimos comprobar cómo apenas se avanzó en el marco de una fiscalidad común o de unas políticas sociales conjuntas. La actividad política se concentró, muy al contrario, en el refuerzo de la intergubernamentalidad en la toma de decisiones y en la creación de nuevos mecanismos para afianzar el principio de estabilidad presupuestaria, que al operar en un marco de mera integración negativa coadyuva a las externalidades negativas de una libertad de capitales, institucionalizada, que no encuentra obstáculos fiscales algunos para desenvolverse. El principio de solidaridad, que debería acompañar a la consolidación del mercado único como una consecuencia más del incremento de los beneficios que éste comporta, se ve así constreñido a los débiles vehículos de transferencia de inversiones (Fondos FEDER, FSE…), que a pesar de su intensidad ocasional, se han mostrado a todas luces insuficientes para nivelar estructuralmente determinados territorios.
2.-El MEDE… ¿instrumento para la solidaridad en caso de crisis?
Uno de los mecanismos creados al calor de la crisis financiera desde la intergubernamentalidad fue el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), constituido en virtud de un tratado internacional ajeno al marco comunitario y al derecho originario que le da sustento. El MEDE vino a sustituir a los fondos temporales de rescate que, a toda prisa, se habían instaurado para hacer frente a las crisis de deuda soberana de los países del sur, sobre todo de Grecia, y él mismo se subrogó en las obligaciones y responsabilidades de los anteriores instrumentos. Como organismo ajeno a la Unión, aunque creado por los Estados miembros, tuvo que pasar el filtro del Tribunal de Justicia en una sentencia, la del caso Pringle, muy controvertida jurídicamente y que ha recibido un tratamiento especial por parte de la doctrina especializada. Entre otras cuestiones polémicas, la sentencia permite que los principales productos normativos del MEDE, los Memoranda de Entendimiento (MoU), no puedan ser fiscalizados directamente a la luz de la Carta de Derechos Fundamentales, por lo que se crea una cierta esfera de impunidad en un ámbito muy sensible para la afectación de los derechos. Y es que los MoU son los instrumentos en los que el MEDE ha de volcar la “estricta condicionalidad” que tanto el Tratado de Funcionamiento como su propio Tratado constitutivo le exigen en sus programas de asistencia financiera. Cuando un Estado necesita acudir al MEDE para obtener financiación, el Mecanismo debe, obligatoriamente, imponerle una serie de condiciones, las cuales han de estar guiadas por los objetivos de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera. Aunque así no se diga expresamente en las previsiones jurídicas del Mecanismo, sí se desprende de una interpretación sistemática del mismo, pues para que cumpla con los Tratados de la Unión de acuerdo con el criterio sostenido en Pringle, necesita respetar la cláusula de no rescate (no bailout), para evitar la corresponsabilidad presupuestaria entre Estados, y ello se sortea, principalmente, a través de la exigencia de cumplimiento del parámetro de estabilidad. Éste, por otro lado, viene jurídicamente exigido en el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza, cuya ratificación es condición necesaria para acudir al MEDE.
Por tanto, ante la crisis sanitaria que está golpeando especialmente, de momento, al sur de Europa, ¿puede servir el MEDE como fondo de rescate? Temporalmente podría ser una solución para aliviar las necesidades financieras más urgentes de los Estados, pero a largo plazo ni tiene el potencial suficiente ni, sobre todo, su diseño jurídico-institucional sirve o resulta operativo, pues no está guiado por el principio de solidaridad, sino por el de estabilidad presupuestaria concretado, como acabamos de ver, en la estricta condicionalidad de los MoU. Se podrá objetar, como hacen los países del norte, que si media voluntad política esa estricta condicionalidad puede ser suavizada y hasta laminada, pero hemos de recordar que los programas de asistencia financiera del MEDE se liberan progresivamente por etapas, por lo que su temporalidad puede permitir que gobiernos ulteriores de aquellos países no cumplan con el precompromiso político de los anteriores. Además, los MoU firmados entre el MEDE y los Estados que soliciten la asistencia financiera pueden implicar vulneraciones o afectaciones de derechos fundamentales, especialmente de los derechos sociales o vinculados con el Estado social, sin que el Tribunal de Justicia pudiera intervenir al haber considerado a los MoU, en Pringle, como exentos de control directo. Es verdad, no obstante, que esa jurisprudencia ha sido parcialmente matizada en las recientes sentencias Florescu y Ledra Advertising, pero de éstas no puede derivarse aún la posibilidad de fiscalización directa a la luz de la Carta de Derechos Fundamentales, opción que sigue estando cerrada.
Por todo ello, si la respuesta europea a la crisis sanitaria y a la consiguiente crisis económica provocada por la misma no quiere articularse a través de instrumentos intergubernamentales, diseñados para afianzar la estabilidad presupuestaria y no la solidaridad interterritorial, debería rechazarse el recurso al MEDE y explorarse la vía, más integradora y decidida, de la mutualización de la deuda.
3.-La posibilidad jurídica de los eurobonos
Si se rechazase el MEDE o si este sólo cumpliera un fin de asistencia temporal y puntual, se podría explorar la senda jurídica de la mutualización de la deuda a través de los comúnmente denominados “eurobonos”. Aquí habría principalmente dos vías: o bien crear el nuevo instrumento a través de otro tratado internacional ajeno a la UE o, por el contrario, hacerlo dentro de ésta y sus garantías. Lo más democrático y correcto desde la perspectiva constitucional y europeísta sería la segunda opción, por cuanto no se le privaría de voz al Parlamento Europeo ni de fuerza normativa a la Carta de Derechos Fundamentales, como ocurre con el MEDE. En este sentido, si analizamos el derecho originario la opción ya existente del artículo 122 del Tratado de Funcionamiento, que habilita la ayuda puntual de Estados por la concurrencia en ellos de situaciones económicas extraordinarias, no podría servir de sostén jurídico para un instrumento de mutualización permanente y con vocación integradora. La vía que sí podría utilizarse, aparte evidentemente de la reforma de los Tratados, sería la del artículo 352 TFUE, que permite la ampliación de la atribución de funciones a la Unión dentro de los objetivos de la misma, si están de acuerdo tanto el Parlamento Europeo, por mayoría, como el Consejo, por unanimidad. Aquí el problema palmario es, en efecto, esa unanimidad que se exige al órgano de composición intergubernamental, lo que permitiría a los Estados del norte más reacios a la mutualización el veto de la iniciativa, incluso si sólo uno de ellos se opone. Idéntico problema tendríamos con la modificación de los Tratados, aunque la situación se agravaría aún más por la complejidad del procedimiento de reforma y por la necesidad de adecuarlo a las diversas exigencias constitucionales estatales. Solo con el caso de Irlanda, por ejemplo, donde se necesita la celebración de un referéndum de ratificación, el procedimiento ya se alargaría en exceso como para que los eurobonos llegaran a ser una respuesta potente en el medio plazo.
Pero existe aún una posibilidad, que nadie ha explorado en esta materia y que permitiría ahondar en la integración sin salirse del marco comunitario, cumpliendo con sus garantías y respetando el derecho originario. Nos referimos a la vía de la cooperación reforzada (Título IV del TUE), que posibilita a nueve o más Estados un mayor avance en el cumplimiento de los objetivos de la Unión sin evadir su marco. Para ello se necesitaría el consentimiento de la Comisión y la aprobación del Parlamento Europeo por mayoría simple y del Consejo por mayoría cualificada, lo que facilita sobremanera una deseada acción rápida. La cooperación, protagonizada por los Estados del sur de Europa, incorporaría otra velocidad distinta, una más, en la Unión, pero evitaría salirse de las costuras jurídicas de esta y dejaría abierta contantemente, además, la puerta a nuevas adhesiones. Los Estados del norte, aun los llamados “halcones” de la estabilidad presupuestaria (Holanda o Austria), más reacios a la mutualización de la deuda, podrían así en todo momento, y cuando quisieran, incorporarse al proyecto, del que tendrían conocimiento al participar en sus reuniones y al recibir toda la información sin excepciones.
La mutualización no solo serviría de clara ayuda para los países más afectados por el coronavirus y la crisis económica subsiguiente, sino que permitiría ahondar en los objetivos de cohesión territorial de la Unión. El avance y el mayor respaldo financiero conseguidos permitirían unir esfuerzos para articular respuestas económicas más intensas y decididas, y no sólo en lo tocante a la deuda soberana. Una mayor inversión en salud pública, en infraestructuras sanitarias o en investigación científica podrían tener más fácil impulso con los eurobonos, lo que a su vez podría laminar las suspicacias de los más cautos en torno a la idea misma de su existencia. Por último, al compartir los riesgos presupuestarios y financieros, los Estados participantes en la cooperación reforzada estarían más cerca, por mera necesidad funcional(ista), de una también mayor integración fiscal y social, precisamente los dos grandes pilares de los que hoy la Unión, ese espacio que debería estar presidido por la solidaridad, carece.
La solución a una crisis que afecta especialmente a determinados países, pero que va a terminar irradiando a todo el mercado único por las interdependencias que éste conlleva, sólo puede ser conjunta y colectiva; solo puede ser europea. Necesitamos más que nunca avanzar en la integración y en el sueño de un continente verdaderamente unido para que el proyecto ilusionante de Spinelli, Schuman o Simone Veil, salga fortalecido de los difíciles momentos que atravesamos.