Javier Tajadura Tejada es profesor de Derecho Constitucional de la UPV-EHU
El último volumen de la colección “Clásicos del pensamiento político”: “Azaña y Madrid” de Antonio Pau (Tecnos, Madrid, 2021), constituye una excepción en la línea editorial de la misma que -como recuerda su director, Eloy García- “aspira a propiciar la relectura de libros escritos y no secretamente soñados”. Azaña no escribió ningún libro sobre Madrid. Tan sólo dejó unas pocas páginas de amena lectura incluidas al final de esta obra. Ahora bien, en el noble y ambicioso proyecto político de modernización de España defendido por Manuel Azaña, Madrid ocupaba un lugar destacado. Como subraya Eloy García, Azaña “quiso hacer de Madrid y su entorno la capital de la República, es decir, una ciudad moderna que impulsara la vida cívica”. Aunque Azaña no llegó a escribir un libro sobre Madrid, pensó y amó la ciudad en la que se desarrollaron los principales episodios de su biografía y en la que vivió horas muy felices y otras muy amargas.
El hermoso libro que ha escrito Antonio Pau reconstruye magistralmente las dos dimensiones del Madrid de Azaña: el vivido y el soñado. Por un lado, Pau nos muestra no solo los múltiples domicilios del estadista republicano, sino todos aquellos lugares en los que se forjó como intelectual y político: el Ateneo, la Academia, los diferentes cafés en cuyas tertulias participó, los palacios de Buenavista y de Oriente, etc. Por otro, el libro expone los proyectos de modernización de Madrid que Azaña concibió e impulsó. Algunos de los cuales -como la estación de Chamartín y el corredor ferroviario con Atocha- no culminarían hasta pasados más de un cuarto de siglo de su muerte. Finalmente, y esta es otra de las principales virtudes del libro, tanto a la hora de mostrarnos el Madrid vivido como el soñado por Azaña, Antonio Pau capta y transmite la singular, aparentemente contradictoria, pero asombrosamente moderna y actual, sensibilidad de Azaña respecto a la gran ciudad. Sensibilidad que se traduce en una determinada concepción del desarrollo urbano, de extensión ordenada y racional de la ciudad, compatible con la defensa incondicionada del patrimonio histórico y natural de aquella. Su constante preocupación por los montes de El Pardo constituye el mejor testimonio de ello. A Azaña le gustaba recordar la anécdota del Rey Carlos III que frente a un árbol en el camino de El Pardo se preguntaba: “Cuando yo muera (…), ¿quién cuidará de ti, pobre arbolito?”.
El Madrid vivido: los lugares de Azaña.
Azaña llegó a Madrid en 1898 a preparar el doctorado y a trabajar como pasante en un despacho y abandonó la ciudad por última vez -como presidente de la República- un aciago 18 de noviembre de 1937. A lo largo de cuatro décadas, Azaña habitó tanto en “el Madrid estrecho y lóbrego que aún vivía las apreturas impuestas por la vieja cerca (de Felipe IV), aunque hacía tres décadas que la habían derribado” como en “el Madrid amplio del Ensanche, que por entonces empezaba a construirse”: Desengaño, 10; Huertas, 16; Jacometrezo; Plaza de Santa Ana, 11; Alcalá, 99; Villanueva; Hermosilla 24; Serrano 38. En su primera época -la de las pensiones modestas y alquileres fugaces- la Academia de Jurisprudencia, el Ateneo y algunos cafés, fueron los lugares más frecuentados por Azaña. La Academia estaba primero en la calle de Colmenares y en 1903 trasladó su sede a la del Marqués de Cubas (que sigue ocupando hoy). Allí pronunció su primera conferencia en enero de 1902 (La libertad de asociación) y participó activamente en los debates públicos. El Ateneo -institución que contribuyó notablemente al advenimiento de la República- fue una escuela de oratoria para Azaña y allí se formó el deslumbrante parlamentario que llegó a ser. Azaña participó en las tertulias del café La Granja El Henar (Alcalá 40); del Regina (Alcalá 19); del Café Fornos (contiguo al anterior en la esquina con la calle de Peligros). En esta última organizó en 1922 un homenaje a Valle Inclán. La tertulia preferida de don Manuel fue la que -a partir de 1924- se reunía todos los domingos por la tarde en la casa de Ricardo Baroja (Álvarez Mendizábal, 34) y la que resultó decisiva en su vida política la que semanalmente tenía lugar desde 1925 en la rebotica de la farmacia de José Giral (Atocha, 33). Allí se fraguó el Grupo de Acción Republicana y el propio Azaña “consideró que toda su vida política tenía su origen en aquella tertulia”. Antonio Pau nos da cumplida cuenta de las personas con las que se relacionó Azaña, de sus conexiones personales, afectivas y políticas, y nos ofrece así un magnífico fresco de la historia intelectual del Madrid de los años 20 del siglo pasado.
El Palacio de Buenavista -residencia del ministro de Guerra- ocupa un lugar destacado en la biografía de Azaña. Inicialmente, al ser nombrado ministro de Guerra y presidente del Gobierno continuó viviendo en Hermosilla 24. Acabó trasladándose al Palacio el 23 de febrero de 1932. Allí disfrutó especialmente el jardín: “El jardín estaba delicioso, parecía el de un convento. Es inefable la impresión de reposo, de olvido, de dulce descuido que me llegaba del jardín” (anotación de su diario, 28-8-1932). Su sensibilidad por los jardines y bosques sufrió un golpe con la caída de un árbol (11-5-1932): “Se ha derrumbado un árbol (…) Un árbol magnífico enorme, el más viejo y hermoso del jardín (…) Lo siento mucho. Este árbol era un antiguo amigo. Desde hacía más de treinta años, siempre que pasaba por esta acera (…) le dirigía una mirada de contento”. Y concluye la anotación con frase premonitoria: “Derrumbarse, ¿será un presagio?”. Allí vivió también el frustrado golpe de estado de Sanjurjo en el que los conjurados planearon su asesinato durante la noche del 9 de agosto de 1932. Todo acabó con una noche de tiroteos, doce muertos, cien presos y la detención de Sanjurjo: “Mi primer sentimiento -escribe Azaña ha sido de profunda tristeza. Repetían la locura. El caso es más grave. Volvíamos cien años atrás (…) qué lastima me ha dado de todo”.
En aquellos días duros y complicados de gobierno, Pau recuerda como la mejor distracción de Azaña era salir a pasear fuera de Madrid, a disfrutar del paisaje, a caminar por la sierra, o por los jardines de Aranjuez. Una de las vistas favoritas de Azaña era la llanura madrileña desde el puerto de la Morcuera. “La Morcuera me interesa más que la mayoría parlamentaria, y los árboles del jardín más que mi partido (3-7-1932). Pero la pasión de Azaña fue el monte de El Pardo y sus encinas centenarias. Le dijo a Negrín en una ocasión que el único cargo que realmente anhelaba era el de “guarda Mayor y conservador perpetuo de El Pardo”. Otras veces no necesita salir de Madrid, se relaja, “paseando por las calles de la ciudad por las que había paseado solo cuando era un particular desconocido”. Ahora lo hace en compañía de su mujer, Lola, o con su cuñado y amigo Cipriano. En aquella época no se conocía apenas la fisonomía de los políticos por lo que pueden caminar y entrar en cualquier café sin provocar revuelo alguno.
Cuando fue nombrado presidente de la República, el 11 de mayo de 1936, Azaña se trasladó a la Quinta del Pardo. Allí pasó unos días muy felices hasta que, tras la sublevación militar del 18 de julio, para garantizar su seguridad tuvo que trasladarse al Palacio Nacional, donde permaneció tres meses, hasta su salida a Barcelona el 18 de octubre de 1936. Fueron tres meses muy amargos marcados por el asesinato de su sobrino Gregorio en Córdoba y por el asalto a la Cárcel Modelo en agosto.
El Madrid soñado: los proyectos de Azaña.
El Madrid del cambio de siglo contaba con medio millón de habitantes; acababa de reemplazar los tranvías de tracción animal por los eléctricos; los salarios estaban estancados y los alquileres subían; muchas viviendas eran insalubres. Azaña era un gran caminante y gustaba de deambular sin rumbo fijo por las calles de la capital: “Madrid me parece incómodo, desapacible y, en la mayor parte de sus lugares, chabacano y feo. Es un poblachón mal construido, en el que se esboza una gran capital (…) es la capital del abandono, de la improvisación, de la incongruencia; el paseante sería feliz si viese los comienzos de una era de modernización”. Esto último -modernización- y teniendo presente el majestuoso París de Haussmann que conocía bien por sus frecuentes estancias en la capital francesa- fue lo que se propuso llevar a cabo cuando tuvo autoridad para intentarlo.
“En los años veinte -escribe Pau- es cuando Azaña empieza a pensar en Madrid como capital, porque el pensar en la República le llevaba a imaginar una capital digna de ella: ‘Si no existe una idea de Madrid es porque la villa ha sido corte y no capital. La función propia de la capital consiste en elaborar una cultura radiante’”. La corte gira en torno a la vida y burocracia palaciega. Ser capital significa ser el núcleo impulsor de un Estado pujante en lo político y en lo económico. Azaña sostiene que “España necesita un Madrid. Partiendo de una idea de España, Madrid se obtiene por pura deducción”. En la mente de Azaña, Madrid ha dejado de ser un poblachón sin remedio para convertirse en un proyecto de capital moderna que será la síntesis -o el centro director- de una España moderna. “La idea central del ensayo que publica en 1930 [1] -subraya Pau- es la necesidad de pensar Madrid”.
El arquitecto Secundino Zuazo pronunció en la Casa del pueblo en 1931 una conferencia “Sobre el futuro del Gran Madrid y los problemas de la construcción, de la vivienda y del trabajo”. Defendió la necesidad de una “nueva ley de urbanización y gobierno de la ciudad moderna”. Los sucesivos decretos de ensanches y reformas no bastaban. Hacía falta un plan global. “La coincidencia del pensamiento de Zuazo y Azaña -escribe Pau- es llamativa. A Azaña le preocupan los rincones y los árboles de Madrid, pero también le preocupa el diseño global de la ciudad”. En su reseña del Consejo de ministros del 3 de diciembre de 1932 da cuenta del encargo que formuló a Indalecio Prieto para ensanchar la carretera de la Coruña, y trazar una gran carretera que en curva de gran radio atraviese el sur del monte de El Pardo y busque el enlace con la prolongación de la Castellana. Con ello se cerraría el circuito de Madrid por el norte. Prieto cumplió con prontitud el encargo y presentó un decreto constituyendo el organismo encargado de formular el proyecto. Todo quedó en una ilusión tras la salida brusca de Prieto del Ministerio. El proyecto no fue más allá de dos decretos: a) el de 10 de noviembre de 1932 que creó la Comisión encargada de estudiar el proyecto de enlace ferroviario en Madrid. La Comisión elaboró una memoria donde planteó la necesidad de construir una nueva estación en el norte de Madrid y de enlazarla por vía subterránea con la de Atocha. “No hace falta poner de manifiesto -escribe Pau- el acierto de ambas ideas, que tardarían dos décadas en llevarse a la realidad”; b) el del 13 de diciembre de 1932 que creaba el gabinete técnico de accesos y extrarradio de Madrid con la función de elaborar un plan comarcal. El Plan se redactó. Su objetivo era “evitar que los poblados que necesariamente surgieran no lo hicieran de manera improvisada y anárquica, y para evitar también la especulación con los terrenos”.
El final de una ilusión y “la confianza en el mañana”.
Tras su salida a Barcelona en octubre del 36, Azaña volvió sólo una vez a Madrid, en la que sería su última y fugaz visita que transcurrió entre el 12 y el 18 de noviembre de 1937. Se encontró con una ciudad fantasmal con la que se identificó plenamente (“El lugar me devuelve la propia imagen”, anota 16-11-1937) Estuvo en presidencia del Gobierno (Castellana 3). Se le llevó a dormir a un chalet del Viso a salvo de las descargas de artillería. La destrucción de la ciudad le causó un gran impacto emocional. Los destrozos del Palacio Nacional le resultaron la imagen más desoladora de todas.
La esperanza de ver ese gran Madrid soñado y proyectado como capital de la República se desvaneció entonces por completo. Ante un Madrid destruido por las bombas, escribe con amargura: “Del engrandecimiento de la villa y su mejora no guardo ninguna ilusión. La ruina de Madrid durará muchos años”. Y añade una frase que -como advierte Pau- es muy reveladora de su pensamiento y reproduce de diferentes maneras en muchos de sus escritos: “El porvenir de la capital depende vitalmente del sistema político que ella presida”.
Antes de abandonar la ciudad visitó el Ayuntamiento que durante toda la guerra tuvo su sede en el Palacio de Amboage, Lagasca, 98 (después de la guerra se vendió al Estado italiano que desde entonces alberga allí su embajada). Allí pronunció el que sería su último discurso en Madrid. “La pesadumbre de Madrid gravitaba sobre mi alma. Sentía una gran congoja”. El gran orador -que según confesó se levantó a hablar sin haber pensado lo que iba a decir- habló de la tarea de regenerar el Estado que se había propuesto la República, de su legitimidad, de la monstruosidad de la guerra y del significado de Madrid en ella. Habló del ejemplo que la ciudad había dado y de la enseñanza política que le había transmitido: “Muchas cosas le debo yo a Madrid; pero hoy me ha dado lo mejor de su espíritu: la confianza en el mañana”. Frase que como recuerda Pau figura en la placa conmemorativa que el Ayuntamiento de Madrid colocó en la calle Serrano, 38.
Con el relato de este último viaje y la fotografía de esa placa concluye el brillante, sugerente y conmovedor ensayo de Antonio Pau. Un ensayo que nos muestra una importante faceta del gran estadista republicano: su concepción de la gran ciudad, del urbanismo racional, su defensa del patrimonio histórico y natural, su constante preocupación por la conservación del paisaje y de los bosques. Faceta que pone de manifiesto que también en ello Azaña fue un precursor y que su legado -intelectual y político- sigue plenamente vigente. Por todo ello hay que agradecer a Antonio Pau y a Eloy García como director de la colección, la publicación de esta notable contribución a los estudios sobre Azaña y sobre la ciudad de Madrid.
[1] Ensayo publicado en 1930 que es recopilación de artículos antiguos y poco difundidos publicados en La Pluma entre junio de 1920 y noviembre de 1922, retocados ligeramente en el año de publicación del libro.