EL MANEJO DE LOS TIEMPOS LEGISLATIVOS EN LA CRISIS DEL COVID-19

Harold Lloyd en El hombre Mosca 1923

José Esteve Pardo.
Catedrático de Derecho Administrativo.
Universidad de Barcelona.

La crisis del COVID-19, y las medidas excepcionales que se han adoptado para afrontarla, conforman un panorama que desborda por completo muchas de las previsiones de la legislación ordinaria. No es que la vulneren, es que esa legislación ni remotamente atalaya las situaciones que se van a generar como consecuencia de la gestión de la crisis y las medidas adoptadas, que encuentran su cobertura en el artículo 116 de la Constitución y la “Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio”. Una Ley que permite medidas de excepción, pero que da por hecho y mantiene inalterado el régimen jurídico ordinario en todos los frentes. Uno de ellos, muy relevante y que puede tomarse como ejemplo, es el de la responsabilidad patrimonial. Según el artículo 3.2 de esa Ley 4/1981 “quienes como consecuencia de la aplicación de los actos y disposiciones adoptadas durante la vigencia de estos estados sufran, de forma directa, o en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios por actos que no les sean imputables, tendrán derecho a ser indemnizados de acuerdo con lo dispuesto en las leyes”.

Ya se ve que la indemnización de acuerdo con lo dispuesto en las leyes –las leyes básicas vigentes- no resulta en modo alguno operativa pues se ve desbordada en sus mismos presupuestos que ahora, y no en la normalidad, se nos hacen visibles. La legislación española de responsabilidad patrimonial de la Administración se gestó como es sabido en el seno de la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, cuyo artículo 121 dejó su impronta en el artículo 106.2 de la Constitución. La responsabilidad se articula así en torno a la misma secuencia de la expropiación: unos sujetos singulares sufren unos perjuicios por obras u actuaciones que se realizan en beneficio de una colectividad que debe compensarles por ello, reconfigurando así la situación preexistente y restaurando la igualdad ante las cargas públicas. Pero esa secuencia no es en modo alguno la de la gestión de la crisis del COVID-19, marcada por unas cargas que no recaen sobre unos sujetos determinados –daños individualizados con relación a personas o grupos, como exige reiteradamente la legislación y jurisprudencia en materia de responsabilidad de la Administración- sino que se han generalizado y extendido masivamente al conjunto de la población. Por supuesto que hay sectores, grupos y colectivos –destacando el sanitario, en primera línea de combate- sobre los que recaen cargas más gravosas. Pero, en cualquier caso, ese presupuesto de la responsabilidad –la singularización de los daños- que permanecía velado, se ha visto por completo desbordado por la dimensión sistémica total, de los perjuicios, generalizados al conjunto de la sociedad.  

De la misma manera que el sistema bancario opera sobre unos presupuestos que no están garantizados -se destruiría si se produjera una retirada ligeramente masiva de depósitos-; la conocida afirmación del profesor E. W. Böckenförde, que el Estado democrático y de Derecho se asienta sobre unos presupuestos que no están garantizados, puede perfectamente extenderse a legislaciones sectoriales y capítulos enteros del derecho público como los que se han visto afectados por las medidas adoptadas en el estado de alarma.  Son medidas de una trascendencia e impacto tales que no van a quedar circunscritas al ámbito de aplicación de esa ley de excepción, sino que van a tener unos efectos conformadores de una realidad que se prolongará durante un tiempo y que dejará una marcada impronta en toda una serie de realidades jurídicas y sociales. Se conformará una nueva normalidad, una normalidad especial, previsiblemente una normalidad transitoria, a la que no será aplicable desde luego la legislación de excepción que rigió los momentos más críticos y amparó medidas rigurosamente excepcionales, pero tampoco creo que resultará de aplicación la legislación ordinaria, anterior a la crisis del COVID-19.

Ciertamente podría pensarse en la reinstauración de esa legislación, pero ello tendría dos graves inconvenientes. El primero, y fundamental, que no concurren los presupuestos de la legislación ordinaria, anterior a la crisis, pues la realidad que ahora se abre no estaba, ni remotamente, contemplada por ella en muchos aspectos relevantes. El segundo, que supondría una carga muy pesada para los tribunales a los que se encomendaría la tarea de crear una nueva normatividad, lo que es un cometido primordial del legislativo. Las decisiones judiciales, en sus diversas instancias y jurisdicciones, podrían demorarse años y años, centradas en un debate hermenéutico que se extendería al ámbito académico sobre conceptos metafísicos como la fuerza mayor, la antijuridicidad o el riesgo imprevisible. En cualquier caso, los tribunales se verían obligados a reformular esa legislación, una tarea que de manera natural corresponde al legislador.

Si la gestión de la crisis al amparo de la “Ley de estados de alarma, excepción y sitio” es cometido del ejecutivo con un protagonismo destacado del Gobierno, cuando esta Ley deje de regir como norma fundamental, que lo es ahora dando cobertura a un régimen de excepción, entonces será el momento del legislativo, del legislador parlamentario, para establecer un nuevo marco legal. No parece que pueda producirse una transición del estado de alarma, de rigurosa excepción y medidas hasta ahora inimaginables por su impacto y generalidad, al estado de normalidad y a la legislación ordinaria. Este tránsito sería, y ha sido, perfectamente posible cuando la legislación de emergencia se aplicaba a casos puntuales, perfectamente definidos, como son los que contempla si se repara en su articulado. Fue del todo imperceptible el tránsito a la legislación ordinaria en la única experiencia anterior de estado de alarma, porque solo estuvieron fuera de ella los controladores del tráfico aéreo en el conflicto puntual que se suscitó en torno a ellos. Si entonces se quería proteger el normal desenvolvimiento del tráfico aéreo, no hay más que ver como está ahora ese tráfico, y es una porción mínima del problema, para intuir las dimensiones de la crisis y sus efectos.

Será por ello ineludible una legislación que se encare con la realidad de esta crisis y sus consecuencias. Un panorama que no se avizoraba, ni se insinuaba siquiera, en legislación anterior alguna. La nueva legislación habría de constituir un corpus, un entramado sistemático que atendiera, sin contradicción entre sus piezas, a todos los frentes que se ven afectados por la crisis y las gravosas medidas adoptadas para combatirla y gestionarla. El legislativo tendría que asumir ese cometido con un sentido de conjunto, de ordenamiento, y no con visiones parciales a través de normas aisladas y reformas puntuales. Una experiencia de interés la ofrecen varios Estados europeos devastados por la Segunda Guerra Mundial que, nada más finalizar esta contienda, montaron todo un cuerpo legislativo para sustentar sobre él dar cobertura al proceso de reconstrucción.

Esa nueva legislación, legislación especial para una situación de normalidad especial, esperemos que transitoria, parece que habría de estar marcada por toda una serie de características. Tres de ellas quisiera destacar.

La primera es el necesario y acertado manejo de los tiempos. En principio, se aventura que son cuatro: primero, el tiempo anterior a la crisis y las situaciones jurídicas entonces constituidas; segundo, el tiempo bajo la vigencia del estado de alarma; tercero, el tiempo de transición a la normalidad en el que habría de aprobarse ese ordenamiento especial; y cuarto, el tiempo de la legislación ordinaria. Estos cuatro tiempos tendrían que ser contemplados con simultaneidad, como si el legislador, de un modo que ya nos resulta familiar, tuviera ante él cuatro ventanas en la pantalla, pues las decisiones y hechos que se produzcan en cualquiera de ellos pueden tener efectos relevantes en los otros. Habrán de afinarse así nociones y fórmulas para operar en ese espacio transtemporal como son la retroactividad favorable, la transitoriedad, la convalidación (o no convalidación) y otras fórmulas que han sido hasta ahora poco exploradas como la conversión y la conservación de actos.

La segunda, una marcada orientación de esta legislación hacia las medidas de reactivación, de incentivación, de fomento. No se puede reactivar la economía, menos la actividad turística, desde el estado de alarma que está concebido para dar cobertura a medidas de contención, de control, represivas, pero no para animar a la gente a que se vaya a la playa y llene los hoteles y restaurantes. Aquí aflora la singularidad y gravedad de una crisis que afecta no sólo a la salud, con medidas que pueden encontrar cobertura en el estado de alarma, sino a todo el tejido económico y social para lo que no ofrece cobertura esta legislación de excepción que ahora domina el panorama. Tendríamos que empezar a disponer de una legislación de algún modo “bifronte” (por utilizar un término célebre en la jurisprudencia constitucional) que miré por un lado a la contención y por otro a la reactivación. Ahora, todavía vigente el estado de alarma cuyo cuadro de medidas ya está definido, se habría de mirar, definiendo proyectos legislativos, al tiempo que asoma, el de la recuperación y la normalidad transitoria.

La tercera, que esa nueva legislación –transitoria, de reconstrucción, de reactivación- se presenta como absolutamente necesaria para afrontar problemas que no solo se insinúan, sino que se advierten ya muy claramente. No es la situación de desconocimiento, necesidad, imprevista y urgente que justificó la legislación de excepción. Por ello no parece concurrir el presupuesto de “extraordinaria y urgente necesidad” para que se abuse de nuevo del   decreto-ley y se prolongue el dominio del ejecutivo, protagonista incuestionado en la fase de emergencia pero que habría de ceder el relevo al legislador en una fase en la que habrá de incidirse sobre materias vedadas al decreto-ley.

En cualquier caso, estas consideraciones, del todo elementales por lo demás, no pueden alejarnos de la dura realidad en la que no se vislumbra el deseable protagonismo legislativo, que requeriría de amplios acuerdos y de la propia autoestima de la institución parlamentaria. Más previsible resulta la continuidad de la línea que parece imponerse desde hace un tiempo, marcada por una dispersión legislativa que no se encara, anticipándose, a los problemas, sino que se produce a impulso y reacción ante los movimientos en la opinión pública y las encuestas que la exploran. La falta de adecuada respuesta legislativa contribuirá a una judicialización que se aventura masiva y que bloqueará el orden jurisdiccional al que, sobre todo, no se le puede atribuir el protagonismo en la difícil fase que se abrirá cuando decaiga el estado de alarma.