Gabriel Moreno González
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Extremadura
Una gran parte del territorio español se enfrenta en la actualidad, y se enfrentará más decisivamente en los siguientes años, a un problema endémico de despoblación causado, entre otros factores, por la hiperconcentración demográfica que se da en puntos muy concretos y delimitados de la geografía nacional. El sistema económico actualmente vigente propugna ese modelo en tanto responde a un paradigma utilitarista y economicista donde lo que priman son los criterios de supuesta eficiencia, reducción de costes y acumulación de los beneficios netos. El mapa territorial español, compuesto hoy por 17 Comunidades Autónomas, 50 provincias y más de 8000 municipios, no sólo no se corresponde con esa realidad demográfica sino que, creemos, es disfuncional para hacer frente a este reto, uno de los más acuciantes de nuestros días e interdependiente con el del calentamiento global.
En el momento de redacción de la nuestra Constitución no existía la certeza de que, más allá de Cataluña, País Vasco, Galicia y quizá Andalucía, el resto de las regiones históricas, naturales o con cierta identidad, accediera a la autonomía. Nuestro sistema fue desde el inicio único en el ámbito comparado por dejar indefinida y hasta cierto punto desconstitucionalizada la mismísima estructura territorial del Estado, abierta mediante el principio dispositivo a que el conjunto de provincias que así lo desearan y cumplieran con determinados requisitos, pudieran constituirse en Comunidades Autónomas con capacidad legislativa e instituciones de autogobierno. Hoy, más de 40 años después de aquel experimento normativo, podemos comprobar que el mapa autonómico no sólo se ha extendido a todo el territorio nacional, sino que ha llegado a su cénit de desarrollo y necesita, urgentemente, de una reforma integral que lo acomode a la nueva realidad y a las nuevas exigencias.
La apertura constitucional de lo autonómico y la progresiva y polémica construcción de este elemento durante más de cuatro décadas ha conllevado, sin embargo, cierto olvido respecto del otro elemento basilar de nuestra estructura territorial: el municipio. En efecto, la Constitución de 1978 reconoce una realidad preexistente y no la modifica, es más, apenas la regula, pues parte de la pervivencia de la red de municipios dada en el momento de su entrada en vigor. Una red de municipios extensísima y que se retrotrae a las primeras andaduras de nuestro constitucionalismo, allá por 1812. La planta local es decimonónica, sí, pero además está determinada por una concepción anacrónica del territorio. Para el constituyente de 1812 y, en general, para toda la visión del siglo XIX, debe existir un municipio por cada núcleo de población, por pequeño que sea. Ello responde más a un naturalismo identitario, a la intención de dotar a cada núcleo con nombre de una supuesta representación política, que a un razonamiento racional-normativo. Este último, que es el propio del constitucionalismo del siglo XX, si se hubiera aplicado a nuestra planta municipal se habría preocupado más por la efectiva autonomía institucional y financiera de los ayuntamientos y no tanto por su número o profusión.
De aquí que hayamos aterrizado en pleno siglo XXI con una Constitución que apenas aborda la realidad municipal, que no modifica en nada su planta y que, por ende, no acaba con el llamado inframunicipalismo. Este fenómeno da cuenta del exceso de municipios en España, que no ha visto reducido su número desde el siglo XIX, sino todo lo contrario. La Constitución, en su artículo 140, garantiza la autonomía de los municipios en tanto son las unidades territoriales más básicas y cercanas al ciudadano, pero hoy esa autonomía se ve amenaza por dos factores relacionados con este inframunicipalismo e interdependientes.
En primer lugar, la inmensa mayoría de los municipios españoles tiene una población inferior a los 6000 habitantes, lo que los hace muy débiles administrativa, presupuestaria y financieramente. La autonomía no es solo un reconocimiento formal, sino que debe venir apoyada por un sustento material hoy inexistente para muchos municipios, que no tienen capacidad de respuesta, ni siquiera burocrática. En segundo lugar, la aprobación de las draconianas leyes de estabilidad y equilibrio presupuestario, en el marco del neoliberalismo institucionalizado en y de la Unión Europea, hace que se proyecte verticalmente unas exigencias financieras que ahogan la capacidad de los entes intermedios, como las Diputaciones Provinciales o las Comunidades Autónomas, de actuar contracíclicamente en el territorio acusado de despoblación.
Si al exceso de municipios pequeños se le une la incapacidad de dichas estructuras municipales de crear proyectos transversales e integrales de impulso socioeconómico, la imposibilidad de revertir desde las Administraciones Públicas la tendencia a la hiperconcentración poblacional y a la pérdida demográfica se consolida. Es más, hemos de tener en cuenta que son los municipios los más cercanos a la realidad y a las necesidades del territorio y de sus ciudadanos, y que deberían ser ellos los que canalizaran la posible y deseada contundente respuesta estatal al reto demográfico. Y son, asimismo, los que gozan de una mayor democraticidad, pues a diferencia de las Diputaciones Provinciales sus representantes son electos directamente por unos ciudadanos que tienen, en múltiples ocasiones, relación personal con los elegidos.
Esta incapacidad administrativa actual de hacer frente al reto demográfico desde el ámbito municipal podría ser superada por un rediseño o replanteamiento de la planta territorial española y de la normativa actualmente existente en materia presupuestaria y financiera. La autonomía municipal constitucionalmente garantizada sólo cobra sentido si puede ir más allá del mero reconocimiento formal y encontrar mecanismos e instrumentos materiales que le den fundamento, soporte y posibilidades de proyección sobre el territorio. Y una manera de acercar lo formal a lo material y viceversa, es decir, de conseguir verdadera autonomía municipal, podría ser la solución propugnada por numerosos autores de reducir drásticamente el número de municipios y fusionarlos para hacerlos funcionalmente viables y, al mismo tiempo, dotarles de una autonomía real y efectiva. La fusión no tendría así un objetivo de reducción de costes, sino que, alejada del paradigma neoliberal, podría autoimponerse la meta de alcanzar grados efectivos de autonomía aumentando el poder de los nuevos ayuntamientos, su capacidad de respuesta, de influencia política y de contención de otras administraciones y políticas. Esta fue la solución adoptada en el marco del Estado social naciente tras la II Guerra Mundial en los países del norte (modelo nórdico) y su vinculación estrecha a esa adjetivación progresista del Estado la aleja, además, de cualquier visión neoliberal. Es también, recordémoslo, el modelo que se da en algunos países de nuestro entorno, como Portugal, que tiene un número muy reducido de Municipios con una gran autonomía, o incluso de algunas regiones de nuestro propio país, como el modelo de parroquias gallegas.
Al mismo tiempo, y mientras tanto, podría explorarse el refuerzo de estructuras intermedias, como las mancomunidades integrales de municipios, a las que no sólo podría dotárseles de mayores competencias sino también de una mejor representatividad democrática. Los municipios en ellas integrados podrían convertirse en parroquias o freguesias, siguiendo el modelo portugués, y ganar todos ellos, mediante la unión, una mayor autonomía política, administrativa, financiera y presupuestaria en el nuevo marco de la mancomunidad o comarca.
Sea como fuere, lo cierto es que la reforma del modelo territorial local es una condición necesaria pero no suficiente para cumplir los objetivos planteados en la lucha contra la despoblación. Nuestro país vecino, Portugal, sobre el que mantenemos un desconocimiento de su asimetría administrativa que reiteradamente recuerdo, adolece también de un problema muy preocupante, si no más, de despoblación y desvertebración de su territorio, al concentrarse todas las energías demográficas y económicas en su vertiente atlántica en detrimento de un interior abandonado, despoblado y excesivamente envejecido. Por eso, a la reforma del modelo local debe añadírsele una estrategia vertical, desde todas las administraciones, incluida la central, que se aleje de una vez por todas de los criterios utilitaristas de la hegemonía neoliberal y que se replantee también las restricciones a la inversión pública y la regla de gasto.
En el marco de la crisis sanitaria mundial provocada por el coronavirus hemos podido comprobar, en este sentido, que la concepción neoliberal del Estado, excesivamente centrada en su adelgazamiento a través de los corsés del principio de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, no sólo está agotada, sino que es perjudicial para la preservación del bien público sobre los, en demasiadas ocasiones, espurios intereses particulares. El modelo económico español, favorable y tendente a la hiperconcentración territorial de todos los recursos, solo puede ser corregido por el Estado, y no por un Estado cualquiera, sino por aquel que se rearme desde el paradigma “social y democrático de Derecho” (art. 1 de la Constitución) para perseguir ese bien público que, como comunidad, debemos alcanzar, perfeccionar y completar. De ahí que, en un esfuerzo conjunto, tengamos que focalizar esta preocupación renovada por lo común, por lo colectivo y por lo público, también en el modelo territorial y local, y hacerlo no por pruritos de académicos, juristas o economistas, sino por la necesidad palmaria, urgente, de replantear la estructuración de nuestras relaciones económicas y sociales. Algo que pasa, necesariamente, por un impulso de lo local, de lo municipal y de lo cercano frente al dislate de la concentración urbana, y que puede coadyuvar a la realización de un modelo económico y social más justo, ecológico, sostenible y mejor preparado, además, para combatir las graves amenazas que hoy nos afectan.
Reformemos lo local para reforzar lo local. Dotemos a nuestros ayuntamientos de una autonomía verdadera, no sólo nominal, a través de su fusión o del refuerzo de las estructuras supramunicipales, pero hagámoslo desde y para una perspectiva integral que esté presidida por el abandono de todas aquellas ideologías contrarias al bien común y al interés público y que son, por ende, obstáculos de la transformación social que el país, que Europa y el propio planeta, nos piden a gritos.