La tríada “bien vida/derecho a la vida/inexistencia del derecho a la muerte” ante un contexto eutanásico

Picasso. «Ciencia y caridad», 1897. Museo Picasso de Barcelona

Picasso. «Ciencia y caridad», 1897. Museo Picasso de Barcelona

Gregorio Cámara Villar
Catedrático de Derecho Constitucional
Universidad de Granada

I

La “Proposición de Ley orgánica de regulación de la eutanasia” recientemente reiterada por el Grupo Parlamentario Socialista tiene por objeto la legalización y ordenación de la eutanasia activa y directa, no las actuaciones de eutanasia pasiva o eutanasia activa indirecta (cuidados paliativos, limitación del esfuerzo terapéutico, sedación terminal), objeto de otras normas ya existentes y de otras iniciativas legislativas ya ensayadas y recuperables. No hay razón para negar la necesidad de regulación de la eutanasia porque existan los cuidados y las actuaciones propias de la llamada “muerte digna” en tanto que no cubren todos los supuestos que la realidad presenta ni pueden convertirse en la única posibilidad de afrontar la propia muerte. Si así fuera, se impondría irrazonablemente a toda costa y con un altísimo precio una concepción ontológica absolutizada del “bien vida” para aquellos pacientes que ejerciendo su libertad de autodeterminación no consideran aceptables ni dignas las posibilidades que les ofrecen tales cuidados o la sedación cuando están en una situación de gran sufrimiento debido a una enfermedad grave e incurable, o de una enfermedad grave, crónica e invalidante, que experimentan como padecimiento inaceptable.

            Como sostiene con toda lógica la Corte Constitucional italiana (Sentencia 242 de 2019, fundamento 2.3) , si la importancia fundamental que se atribuye al valor de la vida no excluye la obligación de respetar la decisión del paciente de poner fin a su existencia mediante la interrupción de los tratamientos de salud (incluso cuando requieren una conducta activa de terceros), no hay razón alguna por la que el mismo valor deba erigirse como obstáculo absoluto ante la aceptación de su solicitud de ayuda para morir que contribuiría a un mismo y menos lento resultado.

II

Estas apreciaciones obligan a entrar en el núcleo duro de la cuestión: la tríada “bien constitucional de la vida/derecho a la vida/inexistencia de un derecho a la propia muerte”.

            Es obvio que la vida es un prius para la persona y, por tanto, se configura por su dimensión individual y social como un bien constitucional objetivamente protegido. Precisando los términos empleados en la STC 53/1985 (FJ 3) la vida, y no propiamente el derecho a la vida, es el supuesto ontológico sin el que todos los derechos no tendrían existencia posible. De este prominente valor deriva el derecho a la vida, configurado como derecho fundamental “esencial y troncal” y  “con un carácter absoluto en cuanto no puede ser limitado”, al menos en nuestro ordenamiento, “por pronunciamiento judicial alguno ni por ninguna pena” (STC 48/1996, FJ 2).

            Este derecho protege radicalmente frente a ataques externos a la vida de una persona provenientes de terceros, sean poderes públicos o particulares y fundamenta numerosas medidas tendentes a su protección.  Pero no lo protege frente al mismo individuo titular del derecho, no al menos en toda su dimensión, ya que el suicidio o su intento no están penados en la mayoría de los países y, en este caso, estaríamos ante un “agere licere”, pues “siendo la vida un bien de la persona que se integra en el círculo de su libertad [esto hace que]  pueda...fácticamente disponer sobre su propia muerte” (STC 120/1990, FJ 7). Bien es verdad que esa disposición fáctica, como dice el Tribunal, no supone la existencia de un “derecho a la muerte”, pues el derecho a la vida no puede entenderse como un derecho de libertad cuya dimensión negativa incluya el derecho a la propia muerte; (en la misma línea, la doctrina del TEDH. Por todas,  la Sentencia de 29 de abril de 2002, caso Pretty vs. Reino Unido).

Ahora bien, ante determinadas situaciones como las que se denominan en la Proposición de Ley “contexto eutanásico” (según la exposición de motivos de la Proposición de Ley el art. 3, el “contexto eutanásico” hace referencia a aquella situación de enfermedad grave e incurable, o de una enfermedad grave, crónica e invalidante, padeciendo un sufrimiento insoportable en la que se encuentra una persona, que no puede ser aliviado en condiciones que considere aceptables), el bien constitucional vida no puede absolutizarse hasta imponerlo sin ponderación frente a otros bienes y derechos, como claramente revelan la posibilidad de afirmar las legítimas facultades de autodeterminación del paciente, su dignidad  y su derecho a la vida privada, cada vez más reconocidas por la jurisprudencia, en el marco del diálogo entre jurisdicciones, en especial la del TEDH. El Tribunal Constitucional ha afirmado (STC 37/2011, FJ 5) que forma parte del artículo 15 de la Constitución <<una facultad de autodeterminación que legitima al paciente, en uso de su autonomía de la voluntad, para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, consintiendo su práctica o rechazándola>>. Esta libertad de decisión ha de entenderse plena, esto es, aun cuando ello pudiera conducir a un resultado fatal, de acuerdo con la jurisprudencia del TEDH (caso Pretty c. Reino Unido, § 63) y la propia del TC  (STC 154/2002, FJ 9).

            Ante esta caracterización jurisprudencial, sigue interpelándonos la pregunta acerca de qué razones avalan que la misma garantía objetiva del bien vida pueda ser limitada y ceda hasta justificar el cese de la actuación clínica o la sedación terminal (que conducen a la aceleración de la muerte) y no pueda ceder razonable y ponderadamente ante la opción consciente y libre de poner fin a la propia existencia en un contexto eutanásico, siguiendo los procedimientos y garantías establecidos por ley (ejercicio del derecho de autodeterminación personal).

            Ciertamente la vida es un bien individual y también un bien social protegido. Pero no es en exclusiva lo uno o lo otro. De ahí la necesidad de equilibrar estas dimensiones ponderando con razonabilidad y proporción cada caso concreto. Premisa de todo ello es no absolutizar apodícticamente el bien vida  revistiéndolo con una fundamentación ontológica, iusnaturalista y, a veces, con planteamientos eticistas muy cercanos a lo religioso. Si el derecho a la vida se confunde con la misma vida como prius y bien absoluto que  se sobrepone sin más  a cualesquiera otros bienes y derechos fundamentales (tesis de la “santidad” de la vida), acabaría convirtiéndose en un sorprendente derecho que se impondría contra sus mismos sujetos como una especie de “imperativo categórico” (expresión que tomo de Rodríguez-Soriano, RI., 2015 ). Se convertiría así en un extraño derecho-deber oponible también frente a su propio titular que, con jerarquía superior a cualquier otro derecho, obligaría a todo ser humano a seguir no ya viviendo, sino solo existiendo biológicamente y contra su voluntad en una situación devastadora y llena de sufrimiento, con el horizonte de un final indigno y penoso, desplazando a sus derechos fundamentales a la libre autodeterminación y a la vida privada, relegando así a la más absoluta inoperancia, su pensamiento, sus creencias, sus expectativas vitales “biográficas” y prácticamente todos los elementos relevantes de su libertad.

            ¿Acaso alargar la vida a cualquier precio y frente a una libre y consciente decisión tiene que ser un “objetivo ciego” de la medicina y del Derecho con independencia de las circunstancias? ¿Acaso la evitación del sufrimiento cuando no hay esperanza de que cese no es uno de los fines de la ética, de la medicina y también, por qué no, de una concepción personalista y humanitaria del Derecho? ¿Y si lo es en los supuestos de “muerte digna”, por qué no lo ha de ser igualmente en los supuestos de existencia de un contexto eutanásico cuando la persona así lo decide consciente y libremente?

            En definitiva, si solo se fundamenta el derecho a la vida en la premisa existencial que supone la vida como prius sine qua non de la existencia, se opera con ello una grandiosa “trampa argumental” que conduce a negar “la existencia como autodeterminación” mediante “una afirmación de la existencia como medio de la [posibilidad de] determinación” (Rodríguez-Soriano, RI., 2015 ).

III

Cabe, sin embargo, que la eutanasia y el suicidio asistido sean mejor entendidos en la intersección entre el derecho a la vida (desvinculándolo de su carácter absoluto y, como deber, frente a su mismo sujeto) y la negación del derecho a la muerte (dejando de ver la decisión sobre la propia muerte como prohibición absoluta incluso en situaciones que estén justificadas). La relativización razonable de ambos absolutos dogmáticos ante un contexto de estado de necesidad personal que singulariza posibilidades de excepción ( el contexto eutanásico) abre un preciado espacio. Un espacio en las dimensiones personal, social, cultural, médica, ética y constitucional, permitiendo la concurrencia y concordancia práctica de otros derechos y bienes incidentes en esa situación (especialmente la libre autodeterminación personal y el respeto a la vida privada, tan invocados en la jurisprudencia del TEDH. Además del ya citado caso Pretty, casos Haas vs. Suiza, de 20 de enero de 2011 y  Gross vs. Suiza, de 14 de mayo de 2013).  Esta es la tendencia en la evolución normativa y jurisprudencial de los países con regulación de la eutanasia y/o el suicidio asistido y comienza a despuntar también en otros países que no la tienen, como es el caso de Italia  con la citada Sentencia 242 de 2019 de la Corte Constitucional.

IV

Contrariamente a los que algunos mantienen, al reconocer el derecho a obtener ayuda para morir mediante el suicidio asistido y/o la eutanasia no se configura simétricamente para otra persona una “obligación de matar”. Lo que hay es ayuda cooperativa al cumplimiento de la prestación previamente solicitada y obtenida de acuerdo con la ley, con todas las garantías y en una situación en la que: a)  en todo momento se mantiene la posibilidad del paciente de retractarse  y revocar la decisión de poner fin a su vida; y b) el personal médico tiene reconocida y garantizada la posibilidad de ejercitar objeción de conciencia. En la Proposición de Ley se configuran dos posibilidades de intervención de un profesional médico, y en ambos supuestos nos encontramos ante una posibilidad voluntariamente aceptada de cooperación o ayuda al suicidio con una obvia exención de responsabilidad penal del profesional que actúa en estos procesos conforme a la ley, tal como se contempla en el Derecho comparado y, en particular en la Disposición final primera de la mencionada Proposición de Ley.

V

También se ha sostenido que este derecho a disponer de la propia vida en las circunstancias descritas debería ser reconocido en la Constitución como un derecho nuevo y esto exigiría una reforma constitucional. Sin duda tal reforma sería positiva. Pero si esta observación se sostuviera como argumento para invalidar la posibilidad constitucional de una ley orgánica reguladora de la eutanasia y el suicidio asistido, no sería acertada.  Cierto que la decisión de morir no viene amparada por un inexistente “derecho a la muerte”, pero sí por la existencia de determinadas situaciones de necesidad objetivamente justificadas para concretas personas que junto con el ejercicio de otros derechos fundamentales, en especial el de autodeterminación personal, son susceptibles de generar excepciones en el ámbito penal a la prestación de ayuda para morir.

            Otra cosa que podría discutirse es si no actúa aquí también el mismo derecho a la vida del paciente, siempre que este no se conciba tan solo como derecho a la vida biológicamente entendida, sino también como vida “biográfica”, esto es, con “derecho a una vida que sea o pueda ser digna” conforme a los principios de dignidad de la persona y libre desarrollo de su personalidad (art. 10.1 CE) (tesis de la “calidad de la vida”), que se manifestaría en paralelo conceptual al “derecho a una muerte digna”. Con una Constitución como la española, abierta, impregnada de valores, con una carta de derechos que tiene por centralidad a la persona, esta interpretación sistemática no debería ofrecer  muchas dificultades dogmáticas.

            Ninguna constitución contempla expresamente un derecho a disponer de la propia vida sean cuales sean las circunstancias. El reconocimiento de las mencionadas situaciones de necesidad que generan excepciones proviene de la jurisprudencia y, en algunos casos, de la existencia de una regulación legal generada por impulso de jurisprudencia antecedente. La tendencia va en aumento. Tanto tal jurisprudencia como esa legislación se producen  y se entienden dentro del marco de la respectiva constitución y también –“margen de apreciación nacional” mediante- en el del Convenio Europeo de Protección de los Derechos Fundamentales. Como dice Fernando Rey, la jurisprudencia del TEDH revela que el Tribunal “se está poniendo serio” en supuestos de suicidio asistido y “muestra una alta predisposición a valorar la autonomía del paciente y de sus familiares respecto de las decisiones sobre el final de la vida” y “cabe deducir...que el derecho europeo permite un sistema de ayuda al suicidio y de suicidio asistido siempre que se respeten determinadas garantías, en Haas la participación médica y en Gross una regulación legal segura y clara” (FERNANDO REY, 2019) En esta misma perspectiva cabe inscribir la Sentencia 242 de 2019 de la Corte Constitucional italiana.

            En el caso de España estaríamos en ese camino: la Proposición de Ley orgánica del Grupo Socialista prefigura una regulación legal sistemática, segura, clara (quizás mejorable) y constitucionalmente adecuada.  Sin duda crea un derecho legal vinculado a un derecho fundamental como el derecho a la vida, entre otros, que se establece a favor de toda persona que cumpla las condiciones exigidas para solicitar y, en su caso, recibir, la ayuda necesaria para morir de acuerdo con el procedimiento y las intensas garantías que se instituyen.  Se articula como una prestación incluida en la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud, regulando la objeción de conciencia del personal sanitario. Se disponen controles y garantías rigurosas para constatar que quien solicita la prestación lo hace autónomamente, libre de presiones, con suficiente información y prestando el consentimiento informado, exigiéndose que esta decisión sea consciente y mantenida en el tiempo.  Se trata de una regulación, en definitiva, que se sitúa en estándares muy similares a los establecidos en otros países, como son, a modo de ejemplo, los casos de Bélgica, Holanda, Luxemburgo, algunos estados de los EEUU y, más recientemente, Canadá con la reforma del Código Penal en 2016.

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